Opinión | LAS CUENTAS DE LA VIDA

Embriones de esperanza

Enrique García-Máiquez

Enrique García-Máiquez

Leo en Verbigracia (La Veleta, 2022), el reciente volumen con las poesías completas de Enrique García-Máiquez, unos versos sobre la muerte; la propia, en primer lugar, pero sobre todo la de los demás, la de los amigos y parientes: «La de los otros/ es dolorosa, incomprensible, inútil,/ misteriosa por simple,/ acude por sorpresa y no se marcha,/ no pregunta la hora,/ no sabe dónde ir, nos mira ciega». Leía este poema en el vuelo de regreso a casa, tras unas horas en Madrid, y pensaba en la muerte que nos va asediando y en los familiares y amigos que nos han dejado. ¿Cuántos son ya? Creo que he perdido la cuenta: mis abuelos y mi hermano, ante todo, pero también tantos amigos y conocidos que me acompañaron durante algún tiempo. Recuerdo las muertes más absurdas, que fueron las de los más jóvenes. A. F., por ejemplo, un granadino que hubiera terminado siendo uno de los locutores radiofónicos más célebres del país, un animal de radio en estado puro. Murió en la bañera de su casa, nadie sabe muy bien cómo. Sucedió un año después del suicidio de N., un pucelano introvertido y silencioso que vivía en nuestro colegio mayor y sufría una depresión que sus compañeros no supimos detectar ni percibir. Se disparó con la escopeta de su padre. Y a menudo me he preguntado qué debió pasar por su mente durante todos aquellos años de universidad para que un día tomase esa decisión. M., otro joven periodista que trabajaba para El Heraldo cuando un accidente de motocicleta truncó su vida. Creo que acababa de ser padre, pero quizás esté equivocado porque, por aquel entonces, ya no mantenía contacto con él. Aunque recuerdo bien que, después de unos Sanfermines, me acompañó hasta Roncesvalles donde yo iba a iniciar, solo y a pie, mi peregrinación hasta Santiago. Unos años más tarde, moriría B. en Puerto Rico: dicen que también fue un suicidio y, sin embargo, creo que nunca he conocido a nadie más optimista y de una pieza que él.

No sé por qué me han venido a la cabeza la imagen de estos compañeros. No era amigo especialmente de ninguno de ellos, si bien con todos compartí algunos momentos de mi vida en los años de universidad. Supongo que los recuerdo por el dolor de una vida segada antes de tiempo, por ese horror que nos mira ciego de forma “dolorosa, incomprensible e inútil”, como nos recuerda el poema de García-Máiquez. Más tarde llegarían otras muertes mucho más hirientes –por cercanas–, pero me imagino el dolor que debió de suponer para aquellos padres la desaparición de sus hijos a una edad para la que nadie está preparado. Somos hijos de un milagro, porque la vida misma es un milagro.

De hecho, cuando era más niño, temía que mis padres murieran. Y no era el temor a la soledad lo que me perseguía, sino sencillamente el sinsentido de la ausencia. ¿Cómo podía estar “envuelto en amor” –por citar otro verso de Verbigracia– y, que poco después, ese amor desapareciera en la nada como el humo de la vanidad? Sólo con el tiempo llegué a comprender que el amor no desaparece, sino que fructifica y perdura en nosotros más allá de la esperanza. Y que somos nosotros los que guardamos esta memoria, que no es el recuerdo de la muerte sino de la vida. Somos embriones de memoria, porque hemos sido proyectos de esperanza. Y, por tanto, de amor.

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