Opinión | TRIBUNA

Autogobierno del poder judicial y control del Consejo General del Poder Judicial

La razón por la cual el PP ha decidido mantener el CGPJ sin renovar desde hace tres años, incumpliendo manifiestamente la ley y la Constitución, nos obliga a meditar sobre las razones de una actitud bajo la que laten motivaciones complejas y que no pueden hallar solución con respuestas simples e inmediatas.

Las apelaciones a la necesidad de reformar el modelo, manteniendo a la vez al actual Consejo constituido con las reglas que se quieren derogar, no resultan coherentes; al fin y al cabo, es deudor de los mismos defectos y algunos más, que se imputan al sistema y que, dicen, les impide renovarlo. No hay más razón para quien no quiera pecar de ingenuo, que entender la resistencia a someterse a la ley en el interés en sostener la actual mayoría, no precisamente neutral ideológicamente.

Esa contumacia y desobediencia a la ley no beneficia a la independencia judicial, pues la realidad es que el PP, con su oposición a cambiar la mayoría conforme a la representación parlamentaria, está dejando claro que no entiende por independencia otra que no sea la que es cercana a su influencia.

Dicho esto y para evitar confusiones, es conveniente aclarar que el CGPJ es un órgano político, en el sentido estricto del término, que no significa exactamente partidista. Y lo es porque se trata de un órgano que gobierna un poder del Estado. Como tal, carece de funciones jurisdiccionales, pero y ahí está la razón misma de su existencia, indirectamente influye en aquellas, en tanto nombra determinados magistrados, los de las instancias superiores, ejercita la potestad disciplinaria, concede permisos, compatibilidades etc… Es decir, que sus facultades, si se quieren usar de modo no compatible con la independencia de los jueces y en forma de presión, censura o, simplemente, para imponer un autoritarismo impropio de la libertad que debe regir la vida judicial, pueden ser sumamente peligrosas para la concepción misma de la figura de un juez democrático, constitucional e integrado plenamente en la sociedad como un ciudadano más.

Y este riesgo, no se olvide, es ajeno a la intervención del Legislativo en la composición del CGPJ, pues la independencia jerárquica constituye un fenómeno que depende más de la concepción democrática del Poder Judicial que se tenga, que de su origen parlamentario. De la ideología o ética de quienes gobiernan el Poder Judicial.

No basta y de ello se debería hablar una vez abierto el debate, con modificar el sistema de designación para garantizar la independencia judicial, la personal, la de cada juez, sino que es necesario adoptar medidas que, caso de que los controles externos, los del Legislativo, desaparezcan, garanticen un Poder Judicial que asegure la independencia personal, no que la merme.

Porque lo esencial, no se olvide, lo que pretende el autogobierno, es garantizar la independencia y la imparcialidad al momento de juzgar y la libertad de los jueces en su labor. Y eso no se remedia solo con evitar que el Ejecutivo penetre en la función jurisdiccional. El riesgo cierto, no mera hipótesis, de perturbación de la independencia desde el CGPJ como órgano político, exige otras medidas que acompañen a su integración sin intervención parlamentaria.

El sistema bonapartista, el que existía antes de la Constitución, atribuía al Ministerio de Justicia todas las competencias distintas a la función jurisdiccional, de modo que era el Ejecutivo el que, indirectamente, podía influir en la independencia judicial al asumir el resto de competencias que hoy retiene el CGPJ. De ahí que el autogobierno garantice, si no hay intromisiones, la independencia del Poder Judicial frente a los otros poderes del Estado.

Pero el autogobierno supone transferir al mismo órgano político, que no jurisdiccional, ese conjunto de poderes que afectan a la independencia personal, que ahora se cede a los poderes que se conforman dentro del Poder, corporativos y en los que confluyen los mismos intereses que se quieren preservar. Poderes dentro del poder e intereses de grupo y personales que no son ajenos a ningún órgano que acumula tal grado de competencias. La experiencia ha demostrado esta evidencia que no debe ser ignorada. Ocultarlo es incurrir en otro error y, tal vez, de mayor entidad que el que se quiere superar, pues no habría más culpable que el propio Poder Judicial.

En definitiva, todo órgano de gobierno en un sistema democrático debe estar controlado por otra instancia y, cuando se trata del que gobierna el Poder Judicial, por una instancia externa que no puede coincidir solo con el control por los tribunales de justicia que, a su vez, son gobernados por el órgano al que deben controlar. Controlados por quien es controlado no parece un buen mecanismo.

La experiencia de estos últimos años en el actual CGPJ aconseja meditar acerca del futuro de este órgano que, debiendo, sin duda, ser elegido por los propios jueces, ha de evitar que surjan lobbys o poderes internos que debiliten la independencia judicial y sin control alguno, que se fomente el autoritarismo, la jerarquización, la dependencia de los que pudieran constituirse en poderes paralelos.

Reforzar la idea de un juez democrático y constitucional, cercano a la sociedad, no subordinado a una jerarquía incompatible con la idea de Poder Judicial, es el fin que debe presidir una reforma que no puede quedar reducida a un simple traspaso de poderes.

La forma en la que los jueces elijan al CGPJ y la mayor o menor importancia de las asociaciones, la mayor regulación de las facultades de ese órgano limitando al máximo la discrecionalidad y el control externo de sus actos, podrían ser buenas soluciones. La Constitución republicana de 1931, aplicada al CGPJ, podría ser una buena idea. Conferir al Jurado el enjuiciamiento de los actos ilícitos de los miembros del CGPJ podría ser una solución razonable.

Ante la crisis creada deben valorarse todos los riesgos. Y los que se han constatado no son despreciables. A tiempo estamos.

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