Opinión | BAJO EL PUENTE DE HIERRO

Gran hotel

Hay quienes asocian la melancolía a escenarios grises y lloviznas, yo la asocio a ciudades soleadas, con olor a césped recién cortado y piscinas en las afueras. «Cada caricia es un gran hotel», cantaba Sergio Algora. Las canciones son psicopompos. Te arrastran de la mano hacia el más allá. El más allá está, paradójicamente, muy dentro. La tristeza de los veranos es inclemente y brillante como la chapa de los toboganes. La carne se enrojece, la caída es una suerte de ardentía. Los niños se deslizan hacia su adulta intrascendencia. Los adultos se deslizan y con ello creen reconquistar la infancia. El ruido es una pregunta que no acepta respuestas. Te quiero. Te quiero es una respuesta que no acepta preguntas. Te quiero es el prólogo de una sed inmensa. Sin te quiero todas las costas serían escarpadas. Hay un hogar en tus manos minúsculas y en el tamborileo de tus yemas contra la mesa y en el suspiro contra el flequillo y en tu tedio de persianas casi bajadas y los veranos que rompen de improviso.

Los veranos son devastadores. Los descampados y su constelación de latas azules, de brillos diminutos, de tesoros oxidados. La ciudad se vacía, las farolas se apagan. La tristeza a veces se disfraza con plumas de colores. Las lentejuelas son el uniforme del abandono. Todo en las fiestas nos recuerda al abismo. El viernes salí y ahora tengo amigos hermosos sin nombre. Rompo a llorar si me imagino aplaudiendo las acrobacias de un pájaro sobre un triciclo en el Loro Parque. Todos los niños que fuimos, con sus camisetas anchas y blancas y nuestro insoportable olor de pies y una curiosidad que ya nunca. Sí. No pienso escribir de otra cosa que de esas palmas nerviosas tras el pedaleo del guacamayo y el distinguido moreno de mi madre y sus hombros jóvenes y su olor a ‘aftersun’ y a Ducados y las clavículas de mi padre como una cruz desierta y su afectuosísima severidad y su pulso moroso. Para qué. ¿Qué más hay ahí? ¿Qué escenarios nuevos, qué personajes deben ahora parecerme interesantes? Quiero pasar toda la sobremesa castigado, masticando el mismo filete nervudo, frente al televisor apagado.

Las canciones, qué hijas de puta. Qué animales de sombra. Cómo muerden cuando intentas acariciarlas. Las canciones, el goteo de los aires acondicionados, las sábanas con olor a cieno. Decir adiós como un ejercicio de años. La melancolía tras el brezo, en las urbanizaciones de ceniza, con los coches disciplinadamente abandonados. Un ladrido a lo lejos. La desordenada risa de los niños. Es un dolor pequeño. Pero es un dolor. Y es el mismo. Verano tras verano.

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