Opinión | Tierra de nadie

Cada uno a lo suyo

Las paredes interiores de su ataúd, por un capricho de los hijos, estuvieron forradas de espejos en los que el muerto se reproducía a derecha e izquierda

En mi barrio de infancia había una tienda de espejos que siempre estaba llena, aunque solo hubiera dentro una pareja de novios: los espejos estaban colocados de tal modo que los cuerpos se reproducían allá donde miraras. No era fácil averiguar dónde se encontraba el objeto real, de carne y hueso, capaz de provocar aquella proliferación. Se trataba, en fin, de un establecimiento que podía parecer que estaba a tope hallándose prácticamente vacío. En aquella época, los espejos gozaban de un prestigio (o de un significado) que se ha ido perdiendo. Borges es el último escritor que dedicó a ellos una parte importante de su obra.

La tienda de mi barrio fue languideciendo con la aparición de métodos nuevos de reproducción de la propia imagen y cerró al fallecer su fundador. Las paredes interiores de su ataúd, por un capricho de los hijos, estuvieron forradas de espejos en los que el muerto se reproducía a derecha e izquierda, en la cabecera y en los pies, pero también arriba y abajo. Si el difunto hubiera podido abrir los ojos, se habría visto en todas partes, como una especie de Dios aterrorizado por su omnipresencia. En el barrio, se consideró un detalle de mal gusto y seguramente lo era. Me ha venido este recuerdo a la memoria esta mañana, mientras me afeitaba frente al espejo del cuarto de baño. De vez en cuando, en vez de mirar allá por donde pasaba la maquinilla, volvía la vista al reflejo de mis propios ojos y por un segundo me parecía que no eran los míos. «A lo mejor», me dije, «estoy afeitando a otro».

Fue en la tienda de espejos de mi barrio donde me di cuenta de que en mí había otro. Recuerdo haber estado allí de la mano de mi madre y sentir que el niño que me miraba desde aquellas superficies bruñidas y que fingía ser yo, no era exactamente yo. Muchos años más tarde, cuando empecé a tropezar con textos sobre el Otro, entendí aquella oscura intuición infantil. Bueno, no pasa nada. Me he acostumbrado a vivir con ese otro. Lo tengo tan presente que ni siquiera lo veo. Pero algunos días como hoy, al afeitarme, se hace notar.

-Sigo aquí -viene a decirme con la mirada.

-Yo también -le respondo.

Y luego cada uno se va a lo suyo.

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