Opinión | El ruido y la furia

La utilidad de lo inútil

Rafael y yo fuimos juntos al colegio. Cincuenta años de amistad, medio siglo de sabernos el uno junto al otro y sin haber discutido jamás ni una sola vez dan para asegurar, sin error posible, que no somos hermanos de sangre pero sí de corazón, que es mucho más importante.

Aún así, sospecho que Rafael nunca ha sabido del todo qué hago para ganarme la vida, qué pasa en esa habitación de mi casa que él ve como «la plasmación física de tu cabeza», llena de libros y de trastos, en la que paso tantas horas. Él sabe que escribo con regularidad en los periódicos, que de vez en cuando se me caen unos versos de las manos y van a parar a un libro, pero no estoy seguro de que tenga meridianamente claro para qué sirve todo eso. La verdad es que yo tampoco. Probablemente no sirva para nada.

Rafael es ingeniero. Da clases en la misma escuela donde los (a veces) benéficos dioses nos hicieron coincidir. Es un hombre admirable que sabe y enseña todo tipo de cosas útiles, entre ellas hacer que la luz se encienda cuando le das al interruptor, que no es cuestión baladí, y aún así se junta conmigo, que solo sé recitar de memoria a un puñado de clásicos, contar algunas anécdotas para amenizar las sobremesas y unas pocas bobadas más.

En estos días en que a un chico que sacó la nota más alta posible en la EBAU (antes selectividad), ha sido objeto de terribles críticas por decir que quería estudiar Filología Clásica en vez de alguna disciplina más práctica y «con más salidas», se me han removido estas cuestiones. Acaso fuese porque vi la noticia cuando tomaba un café tras visitar la casa natal de Juan Ramón Jiménez en Moguer, impactado aún de unos azules que reconocí. Mi adorado Juan Ramón… He recorrido casas natales, o casas museo, o ambas (en Moguer se pueden visitar las dos), de muchos poetas en muchas ciudades. Abundan, por cierto, más que las de los peritos industriales. Es solo un dato, pero a esta gente que defiende tanto las «carreras con salida» le pirran los datos y por eso aporto este. A mí no me seducen tanto. Yo me he dejado llevar más por el instinto, por aquello que me dijo alguna vez mi maestro Alcántara, «vivir de esto sin saber que es imposible», y por la certeza de que la felicidad, esa fugacidad inaprensible, está, en mi caso, en la luz prendida en unos versos: «…y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando». Y doy fe de que allí estaban, Juan Ramón, que fui a escucharlos, cantándote en su verde árbol, con la belleza y la gloria que tiene lo inútil, en la casa en que naciste.

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