Opinión | Al Azar

No es el aborto, es la libertad

Miles de personas toman las calles en EEUU contra la decisión del Supremo de derogar el derecho al aborto

Agencia ATLAS | EFE

Pensar que la defensa de la opción al aborto tiene que ver únicamente con la interrupción del embarazo, equivale a pensar que los abolicionistas gozan de una sensibilidad especial hacia los niños. De hecho, este sublime respeto de los provida no siempre se extiende a los soldados o a la pena de muerte para adultos, por lo que la discrepancia solo se ciñe a la edad o a los motivos que justifican retirarle la vida a un ser humano.

La interesante ‘La ley de Teherán’ recuerda la facilidad con la que se dispone en el mundo de la vida de seres humanos, que han cometido el crimen capital de dedicarse al menudeo de la droga. En geografías culturalmente más próximas, el Supremo norteamericano facilita el uso de armas de las que se sirven los adultos de dicho país para matar a otros adultos desprevenidos y desarmados, al tiempo que consagra la inviolabilidad del feto. Abundan los candidatos republicanos que montan su campaña alrededor de vídeos en los que disparan sus rifles sobre emblemas rivales, con los que destruyen por ejemplo un coche con la palabra «Socialism», asociada a los demócratas.

En la libertad de abortar, la palabra clave sigue siendo libertad. De ahí que la andanada contra la interrupción del embarazo a cargo del Supremo estadounidense, que no es un Tribunal Constitucional porque solo atiende a casos concretos, deba inscribirse en la cruzada vigente contra la autonomía individual. Centrada en este caso en atentar contra los derechos de las mujeres. Aunque entre los nueve magistrados intocables figura una antiabortista militante, Amy Coney Barrett, el pronunciamiento ultraderechista de la mayoría correspondía al inevitable Samuel Alito, un hijo judicial de George Bush caracterizado por sus posiciones extremas.

Los jueces del Supremo no aplican una agenda política, sino que ejecutan una voluntad trascendental. De ahí que la demócrata Nancy Pelosi, presidenta del Congreso por 18 veces, haya calificado al tribunal de «amenaza para Estados Unidos y para la democracia». La clave de la valoración consiste en exceder los confines del aborto. Ya hay zonas donde se pena con cárcel a la persona que transporte en su vehículo hasta la clínica a la mujer que se dispone a abortar, pero el principio es el mismo por el que se pretende encarcelar de por vida a Julian Assange, y no precisamente mediante el subterfugio de que mantenía relaciones sexuales sin preservativo.

Los estadounidenses presumen de su carta de Derechos o Bill of Rights. En ella se determinan con orgullo «los poderes del pueblo», que son todos excepto los estrictamente reservados al Gobierno. Pronto no quedará ninguno, aunque la racha en curso obliga a detenerse en el triplete reciente del Supremo estadounidense. Se limita el derecho a la vida de quienes prefieran no cargar con un rifle de asalto, se atenta contra el derecho de la mujer a disponer de su cuerpo, y se atacan las doctrinas científicas dominantes sobre el cambio climático. Todo ello, en el país que presume de faro de las libertades.

El Supremo genera intimidades sospechosas. La magistrada Ruth Bader Ginsburg o RBG como se la conocía popularmente, adquirió notoriedad incluso en España durante los años previos a su fallecimiento, gracias a una película de Hollywood y a un documental sobre su inspiradora biografía. Nadie negará la contundencia de sus postulados feministas o antirracistas, ni el coraje al expresarlos. Le pertenece la frase de que «no pido ningún privilegio para nuestro sexo, solo pido a los varones que nos quiten el pie del cuello». Sin embargo, el roce en el seno del Tribunal contribuía a cimentar familiaridades paradójicas.

El gran amigo de Ginsburg en el Supremo era el ultraderechista Antonin Scalia, hijo judicial de Ronald Reagan y su principal rival en los pronunciamientos jurídicos. Incluso se les dedicó una ópera titulada con los apellidos de ambos, que los encierra en una habitación hasta que alcancen un acuerdo. Esta atmósfera de club selecto entre rivales intelectuales siembra hoy dudas sobre el funcionamiento de la corte. La dictadura de nueve jueces inamovibles no es menos inclemente que la opresión a cargo de un solo tirano.

Más de un periodista español se ha librado de la cárcel, gracias a las emanaciones trasatlánticas de la célebre sentencia contra un sheriff que se consideró difamado por el New York Times. El Supremo sentenció contra el funcionario que «la discusión pública es una obligación política y debe ser desinhibida, robusta y completamente abierta, y puede muy bien incluir ataques vehementes, cáusticos y a veces desagradablemente afilados contra el Gobierno y los funcionarios públicos». Cuesta anudar este pronunciamiento con el tribunal que ahora cercena las libertades, también con una irradiación planetaria de sus pretensiones inquisitoriales.

La clave más pertinente para explicar el contraste se halla en el calendario. La sentencia citada se remonta a 1964, y la brújula ha girado apreciablemente en los últimos años. Las verdades irrefutables también son conquistas perecederas, y las libertades están siendo asfixiadas por los confinamientos, siempre con la excusa de una buena causa.

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