Opinión | TRIBUNA

El debate contra la inflación

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante el debate sobre el estado de la nación

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, durante el debate sobre el estado de la nación

Desde 2015, último ejercicio del cuatrienio de Rajoy, quien había ganado en 2011 las elecciones con mayoría absoluta, no se había producido un debate sobre el estado de la Nación, una institución que no tiene soporte constitucional y que se improvisaba por primera vez el 20 de septiembre de 1983, a sugerencia a Felipe González del entonces presidente de las Cortes Gregorio Peces Barba. González llevaba diez meses en La Moncloa y todavía no había acudido al Parlamento, por lo que no pudo negarse. Desde entonces se han producido 26 debates, incluyendo este último, y la opinión sobre esta ceremonia está dividida. Algunos pensamos que es una liturgia innecesaria que no suple las deficiencias del Legislativo (la discusión ha de ser continua y espontánea, y no condensada en reválidas periódicas), y otros creen en cambio que tal ceremonia da visibilidad pedagógica a la democracia.

Sea como sea, lo cierto es que este debate de 2022 ha estado lleno de singularidades. Entre ellas, que es la primera vez que quien sale a defender su labor de gobierno está al frente de una coalición asimétrica, en la que la mayoría y la minoría tienen diversos contenciosos abiertos entre sí dada la diferente óptica que utilizan, aun dentro de la izquierda. Asimismo, ha sido la primera vez que el jefe de la oposición no contiende con el presidente del Gobierno ya que Feijóo no es diputado; lo ha hecho la portavoz, Cuca Gamarra, partiendo de una impertinente actualización de ETA. Hay voces que afirman, probablemente con razón, que si el PP hubiera tenido verdadero interés en lanzar a Feijóo a la palestra, hubiese habido modo de conseguirlo jurídicamente, por más que el Reglamento de la Cámara no contemple esta casuística. Pero Sánchez era mucho Sánchez para un bisoño.

Así las cosas, en esta ocasión el debate sobre el estado de la Nación ha incluido dos elementos: por una parte, Pedro Sánchez ha discutido como siempre sus posiciones programáticas con sus adversarios, incluida la aportación de nuevas propuestas de gobierno, y, por otro lado, ha debatido tácitamente también con Unidas Podemos y sus socios más persistentes, como ERC, partido con el que se han tendido, parece, los puentes de nuevo.

De una parte, Sánchez ha estructurado la respuesta a la grave situación actual, con una inflación incontrolable provocada por la pandemia y la guerra, y que, si es combatida por los bancos centrales con subidas incontroladas de tipos, nos conducirá a una recesión. De momento, el Gobierno no tiene otras vías de actuación que las de socorrer a las víctimas de la coyuntura para que no se extiendan la pobreza y el malestar.

Los efectos de la pandemia, que ya generó una crisis de oferta que apunta hacia la estanflación, se han acentuado con la guerra de Ucrania, que ha aportado una gran crisis energética y de materias primas. Ante esta situación delicada, la preocupación principal de un gobierno de izquierdas ha de ser garantizar los mínimos vitales al sector menos favorecido, de forma que los equilibrios macroeconómicos tienen un papel claramente secundario (por fortuna, esta vez, y al contrario de lo que pasó en 2008, Bruselas está también en esta tesitura). No tendrá, pues, Sánchez grandes dificultades en orillar las críticas por manirroto, sino al contrario. Y la ciudadanía menos acomodada se beneficiará de los 15.000 millones de incremento de la recaudación, en forma de subsidios.

Con estas políticas, Sánchez ha resuelto también el debate interno que tenía lugar en la coalición. Aunque el objetivo de fondo de los dos partidos de la alianza coincide -la relevancia de la implicación social, que predomina sobre cualquier otro objetivo, incluido por supuesto el militar relacionado con Ucrania-, Sánchez tendrá que vestirse el traje de estadista y que conciliar sus desarrollos claramente socialdemócratas con las obligaciones que imponen a España sus lealtades occidentales, su europeísmo vocacional y las servidumbres que genera la pertenencia a la comunidad internacional. La síntesis de los programas del PSOE y UP, que obligan a renuncias por ambas partes, será el proyecto antagónico del que pueda elaborar el Partido Popular, que, de momento no ha dado señales de vida.

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