Opinión | Notas de domingo

Juergas filosóficas

Una sandía, siete euros.

Una sandía, siete euros. / Jose María de Loma

Lunes. Camino por la playa a primerísima hora pensando en el argumento de una novela para la que no se me ocurre un final. Lo raro es que se me ocurra un principio, con esta calor. Me veo tan bucólico y relajado que enciendo masoquistamente el teléfono y busco un chiringuito. Café. No son ni las once y ya me he quemado el cuello, he perdido unas llaves y me he peleado con uno de mi sucursal. O sea, no es que yo tenga sucursales, en plan que haya un yo en Madrid o en Granada o en Bollullos. No. Una sucursal de mi banco, quiero decir. Ya en la redacción. Nótese como he metido el «ya» para dar sensación de tempranidad o tempranismo, dinamismo, etc. Redacto una columna sobre los chiringuitos, que no queda muy irónica ni lírica. Un poco chiringuitera. Con el día que llevo no queda más remedio que almorzar en un chiringuito. Zona de la Farola. Los espetos se le han quemado un poco pero los boquerones están muy bien fritos. Veo un crucerito a lo lejos y fantaseo con quién irá en uno de esos camarotes que vislumbro. Qué estará haciendo. La digestión tal vez. O un crucigrama. Lo mismo está tomando un baño tibio leyendo a Delibes. Cerca hay una despedida de soltera en la que las chicas llevan camisetas con nombres de filósofos. Kant es morena y bajita, pero Descartes es alta, rubia y probablemente la casadera. Sócrates pide sangría a gritos y a Platón se la ve con clase y algo incómoda, como ponderando la molestia que puede causar el vocinglerío del grupo. Se les une de repente Russell, que podría ser la madre de una de ellas. Ya sabía que hasta que llegara yo ibais a estar amuermadas, niñas, dice con cara temblorosa. Parece que van a conquistar la felicidad.

Martes. La inercia, la alegría de conducir después de un par de semanas sin hacerlo, la falta de aparcamiento y lo bien que se está con el aire acondicionado en el coche, nos lleva hacia un extremo poco frecuentado (por nosotros) de la provincia. Hay mar calmada y muchas familias acampando en la orilla. Llevamos una sombrilla precaria, entusiasmo en los bolsillos, temor a las medusas y bañadores nuevos. De repente se nos hace temprano. Mi hijo y yo persistimos en el baño mientras el sol va dimitiendo y los lugareños sabios bajan a la playa a esta hora con una silla y un libro. De pronto, una parte de la orilla es una grada donde los espectadores miran el horizonte, los culos, el atardecer, sus libros o el móvil. Volvemos por una autovía con baches debatiendo cuál es la canción del verano. En la radio, un locutor da consejos sobre cómo mantener una «piel tersa». Pienso en la palabra tersa. Se ha quedado pegada a piel. De ahí no sale. Qué admirable la fidelidad de esos adjetivos que se casan con un sustantivo para siempre y nunca se separan. Podría ser una lealtad tersa.

Miércoles. Veo imágenes sin voz de la constitución del Parlamento andaluz. Masoquismo teñido de morbo. Parece el inicio del curso escolar. Observo gestos amables. Hasta de Olona. El presidente del Parlamento, Jesús Aguirre, ha hecho de la afabilidad un blasón, un escudo. Como médico me lo imagino con la bata aconsejando dicharachero, «prívese un poquito de las galletas de chocolate, caballero». Supongo que este verano Aguirre volverá al Doña Gamba de El Rompido, en Huelva, donde nos vimos y nos saludamos la última vez. La común afinidad por la ensaladilla une.

Jueves. Siete euros una sandía. Me dan ganas de ponerle nombre y adoptarla. Le pondría de nombre «Siete». La sacaría a pasear. Una sandía puede hacer mucha compañía. Alegrarte un viernes, incluso.

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