Opinión | DE BUENA TINTA

La primera trompeta

El libro del Apocalipsis nos enseña que siete ángeles se dispusieron a tocar siete trompetas y que, al clamor de la primera, toda la hierba verde y la tercera parte de los árboles quedó abrasada

El libro del Apocalipsis nos enseña que siete ángeles se dispusieron a tocar siete trompetas y que, al clamor de la primera, toda la hierba verde y la tercera parte de los árboles quedó abrasada

El arte de dominar el fuego se ha venido significando desde que el mundo es mundo como un signo de poder y un alzamiento hacia la divinidad. Ésta es, pues, la premisa desde la cual la mitología nos relató que Prometeo robó el fuego del Olimpo a costa del no bajo precio de enfurecer a Zeus, quien, como represalia, envió a la tierra a Pandora con un regalito a modo de caja que, una vez abierta, desató todos los males y calamidades que, desde entonces hasta hoy, asolan el orbe.

El fuego puede simbolizar tanto la llama imperecedera con la que arde la vida en lo más profundo del alma, como el paso abrasador de la muerte que todo asola. El amor es un fuego eterno, o una llama de amor viva, que diría san Juan de la Cruz, pero el fuego que nos impregna de vida también nos amenaza simbólicamente desde la iconografía con la que, desde antaño, se nos han figurado las penas del infierno. El fuego es, además, la potente realidad que controla toda guerra, pues todo lo bélico se inicia con un «abran fuego» y se culmina con un «alto el fuego». Del mismo modo, bajo la misma jerga, el fuego era la última palabra que, en tono imperativo, escuchaban los ajusticiados frente al pelotón de fusilamiento, antes de abandonar las orillas de este mundo.

Pero es que, además, si nos adentramos en los linderos de la Sagrada Escritura, el fuego tiene un protagonismo existencial que se liga al poder de Dios y al Espíritu Santo, todo ello en una infinita casuística de acontecimientos, tanto irradiantes de vida como purificadores de todo mal, que se nos presentan, verbigracia, en el episodio de la zarza ardiente, la columna de fuego, el fuego consumidor del Monte Carmelo, el carbón ardiente que purificó los labios del profeta Isaías, las lenguas de fuego de Pentecostés o el fuego consumidor de Dios en la nueva Jerusalén celestial.

Por si fuera poco, el libro del Apocalipsis también nos enseña que siete ángeles se dispusieron a tocar siete trompetas y que, al clamor de la primera, toda la hierba verde y la tercera parte de los árboles quedó abrasada.

En mitad de toda esta vasta e inagotada simbología mitológica, poética, amorosa, bélica y bíblica, resulta más que justo añadir que, hoy por hoy, España padece la mayor devastación de incendios forestales en lo que va de siglo: un marco en el que los papeles y los números con los que se nos informa nos ilustran con el espantoso dato de que, en los siete meses con los que cuenta en su ajuar el 2022, se han carbonizado 30.000 hectáreas más que en todo el 2020 y el 2021, alcanzándose, finalmente, la desoladora cifra total de 184.000 hectáreas calcinadas. Aunque, quizá, para poder valorar al modo humano lo que los números cuantifican con cierta frialdad matemática, lo suyo fuera apuntar que tal devastación equivale a una extensión equiparable a la resultante de multiplicar por tres todo el término municipal de Madrid.

Y ya no sabe uno si la trama se incoa, crece y se desarrolla por culpa del consabido descuido de la colilla que no se tira donde se debe; por tantas malezas resecas que, al igual que santa Bárbara, sólo son tomadas en cuenta por las administraciones cuando al fuego le da por tronar; por las recientes olas de calor de nivel Dios o, también, cómo no, por el pirómano de turno, que, haberlos, sin duda alguna, haylos, y son legión.

Quizá lo más inteligente sea concluir que ninguna de estas causas actúa de manera solitaria sino en clara simbiosis con todas las demás, lo cual nos lleva a enfrentar la desgracia con todas las fuerzas que puedan conjugar la unión de la concienciación social, la vigilancia institucional, las leyes penales y los cuerpos de bomberos.

Con todo, teniendo sobre nuestros hombros los años de la pandemia, la crisis económica y los volcanes desatados, era de esperar que, en este lapso de julio, con la subida generalizada de los precios, los carburantes, las hipotecas y la luz, el fuego no hubiera dicho ya de comparecer en el escenario hispano para escenificar su actuación con la desgracia de turno.

Por lo demás, aviso que, con la segunda trompeta, la tercera parte del mar se convertirá en sangre. Más nos quedará por ver.

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