Opinión | UNA IBICENCA FUERA DE IBIZA

Kilómetro cero

Acabo de despertar en mi cama de Madrid y como cada vez que vuelvo tras un tiempo fuera, las primeras mañanas vienen acompañadas de sequedad en la nariz. Esta nariz no es madrileña y lo sabe. Esta nariz no es madrileña y se le nota. Sin embargo, estas largas piernas ibicencas traen de la isla, como cada vez que voy en verano, decenas de picaduras de mosquitos. Literalmente decenas. No puede ser que todas las huellas de mi paso en bikini por playas y discotecas se cuenten en picotazos en los muslos en vez de chupones en el cuello. Algo estoy haciendo fatal en esta vida.

Ya no elucubro más con mis amigas autóctonas sobre los motivos por los que a mí me pican y a ellas no. Desisto de crear éxceles imaginarios comparando nuestros grupos sanguíneos, tonos de piel, las bases de nuestra alimentación o a qué huelen las nubes, o lo que es lo mismo; acabo de desarrollar otra teoría —que durará probablemente lo que dure el verano— y es que nos pican por igual, a locales y foráneas, pero mi cuerpo de visita percibe la saliva de mosquito hembra —sí, aquí no hay lenguaje inclusivo que valga: nos pican ellas— como una terrible amenaza para mi flaco sistema inmunitario generando histamina como si no hubiera un mañana, pero debido más que nada a la falta de costumbre. Que son mosquitos nuevos. Y cuando sean ellas las de venir a visitarme el proceso será a la inversa y las chupasangres de la capital no mirarán nuestros DNI como algunos políticos, por encima del hombro, y nos picarán sin discriminación alguna, pero mi cuerpo ya aclimatado a los bichos de la capital recordará que las picaduras son un incordio, vaya que sí, pero no nos matan —de momento—. Mientras, los cuerpos de mis amigas se retorcerán en picazón y yo, entenderé su sufrimiento, ¡por supuesto! Pero también las señalaré como políticos en la oposición con el dedo exclamando un «¡ajajá, ¿veis que tenía razón?».

Que a saber si lo que no te mata te hace más fuerte o simplemente fracasó en el intento, pero este cuerpo resiliente ya ha padecido innumerables inclemencias de lugares en los que no acababa de adaptarse. Desde los sabañones de la infancia en aquel húmedo frío ibicenco al vergel de plantas tropicales al solazo caribeño, que aportan verde y belleza, desde luego, pero también traen en la letra pequeña fitos y fotointolerancias. O ese desorden de reglas cada vez que te vas y vuelves de otro continente, como si los ovarios te gritaran qué coño pasa aquí, a mí nadie me consultó esta aventura. O la orondez que traes de vuelta cuando viajas acompañando concejales. O lo fácil que resulta perder y lo que cuesta recuperar —tiempo, ejercicio y bocadillos de jamón mediante— la masa muscular tras los inviernos varanasis donde la gente —pobre gente— apenas come proteínas. ¡O que para mosquitos de verdad los de los monzones, grandes como puños!

Mosquitos, reglas, humedades, alergias, jet lags, kilos de más y menos; el estómago que se descompone, la nariz que se reseca, los tobillos que se hinchan, un antojo gigante ‘de’ o el corazón que se te parte… Vaya un idioma complejo el del cuerpo que te pide cada tanto que lo devuelvas por favor, aunque sea por un ratito, a su kilómetro cero; a esa cama que es la tuya, a esas sábanas que huelen a casa; a esa conversación que, entre pausas, dura ya toda la vida. Y en esa conversación reanudada ahora, por ejemplo, a la sombra entre pareos y sombreros les hago fijarse a mis amigas que ya somos ‘esas señoras con abanico’ y nos reímos mientras alguna rellena el vino en lo que yo me pinto en vinagre veintisiete picaduras —hay que repartirse las tareas— aportando algo de aroma a escabeche a las velas de citronela.

Vinagre para los mosquitos y vino para el alma. La suerte de otro kilómetro cero sin perder un ápice la perspectiva de que mientras tú vas y vienes cómodamente sentada en Iberia en clase turista vas pasando de largo y allá se queda, mucha gente. A la merced de los mosquitos y las inclemencias. Sin proteínas, agua corriente o esperanza, porque anda que no hay gente en el mundo que, por mucho que camine, no tiene dónde volver. No tiene adónde ir.

Allá en el año 20 antes de Cristo, el emperador Augusto erigió el ‘Milliarium Aureum’ en algún lugar del antiguo Foro romano, por aquel entonces, capital del imperio más grande que el mundo hubiera imaginado. El Milliarium Aureum (o Miliario Dorado), una suerte de primer kilómetro cero realizado en oro o bronce, marcaba el punto de inicio de todas las calzadas romanas que los historiadores estiman en no menos de 400, con más de 70.000 kilómetros de longitud y que alcanzaban puntos tan remotos como África o la Germania. Desde entonces se dice que «todos los caminos llevan a Roma». No «te echan», sino que «te llevan». Seguro que es cierto. Lo que cada cual tiene o debiera tener su propia Roma; hacer del cuerpo una brújula que te conduce a tu propio kilómetro cero. Y además, estoy segura… ni siquiera es un lugar, que son personas.

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