Opinión | EL OJO CRÍTICO

Que Alá haga el resto

Perfil de Estambul, visto desde el mar.

Perfil de Estambul, visto desde el mar. / Adrià Rocha

Pocas actividades son más recomendables para cualquier persona, con independencia de su edad, que viajar lo más lejos que se pueda. Pero si hay algún momento en la vida en la que viajar no sólo es necesario sino que me atrevo a decir que imprescindible es en la juventud. Con ello se aprende a estar solo, a arreglártelas por ti mismo en caso de que ocurra cualquier imprevisto, a ponerte en lugar de las personas que encuentras, a no juzgar a nadie por su apariencia física y a no chismorrear sobre la vida de los demás. Ejemplos de viajeros que dejan su ciudad para tratar de conocer y documentar cómo viven las personas de otros países los ha habido en todas las épocas de la historia del hombre. El primero fue Heródoto que es mi viajero preferido por un doble motivo. Porque fue el primero en abandonar su ciudad para hacer algo que dos mil quinientos años después sigue siendo apasionante, es decir, dedicarse a conocer las vidas de los otros, las de aquellos que viven más allá de nuestra frontera, y porque perteneció a la cultura griega clásica, mi época histórica preferida, a pesar de sus sombras, sobre la que llevo treinta años leyendo. Heródoto, en su conocida obra Historias, llegó a la conclusión de que las personas son la consecuencia del lugar donde viven, de la educación que han recibido y del sistema político en que les ha tocado vivir. Por eso, para él, era muy importante vivir en democracia y en libertad. En España sabemos bastante de eso. Los cuarenta años de la dictadura de Franco continúan en las mentes de parte de la sociedad española.

De los viajes en solitario que hice en mi juventud recuerdo, sobre todo, todas las veces que recibí ayuda de desconocidos cuando más lo necesitaba. De los museos que visité guardo un lejano recuerdo en mi memoria. Sé que pude ver cuadros y objetos que pertenecen a lo mejor del arte y también la emoción que sentí al tenerlos muy cerca de mí, pero lo que más y mejor recuerdo son conversaciones que tuve con desconocidos en algún pueblo perdido en mitad de la nada en Perú, de la Capadocia turca, del interior de Grecia o del Atlas de Marruecos, cumpliéndose la norma no escrita de que en los países más pobres los viajeros son ayudados sin pedir nada a cambio, mientras que en los países ricos son motivo de sospecha continua desde que ponen un pie en la frontera. Como te subas a un autobús en Suiza sin tener monedas sueltas para pagar tu billete , ¡ay amigo!, la policía llegará a los dos minutos.

Hace algún tiempo mis hijos, que raramente bajan de sobresaliente en sus calificaciones, me preguntaron si no iba a hacerles algún regalo por fin de curso. ¿Por qué?, les pregunté, ¿es vuestro cumpleaños? No, respondieron, pero hemos sacado buenas notas. ¿Y qué?, continué, habéis cumplido con vuestra obligación; cuando uno cumple con su obligación no debe esperar nada a cambio. En casa no tienen videoconsola ni la van a tener. Tampoco de momento teléfono móvil a pesar de que las mayor parte de sus compañeros de clase ya lo tienen. Han crecido rodeados de libros, de periódicos y de películas de aventuras ¿Consecuencia? Les aburren las conversaciones sobre videojuegos de sus amigos y no entienden que sus compañeros y compañeras de clase pierdan el tiempo con vídeos de bailes de Tik Tok. Les gusta la música de los 80 y 90 porque tampoco entienden las letras de las canciones que triunfan hoy día y sus dos películas preferidas son Ulises (protagonizada por Kirk Douglas en 1954) y Jasón y los Argonautas (1963). Cuando vamos a jugar al tenis o al baloncesto y hay demasiado aire alguno de los dos suele gritar a Eolo (Dios del viento para los griegos) que deje de fastidiar con el viento.

Por supuesto, soy consciente de que en la educación de los hijos influye mucho el factor suerte. Cuando alguien, delante de mí, alaba sus notas en el colegio o les felicita por su comportamiento, yo siempre respondo que para hacerse unos golfos siempre hay tiempo. Después me los quedo mirando fijamente y digo ¿verdad? No saben dónde meterse.

En realidad lo único que he hecho es aplicar las enseñanzas de Heródoto, su manera de vivir y viajar de hace dos mil quinientos años: ponerse en lugar de los demás, ayudar al viajero, no creerse más que nadie, tener curiosidad por saber y leer todos los días.

Hace casi veinte años en Estambul un joven vendedor intentó venderme una alfombra. Entré en su tienda y empezó a enseñarme su género. Las alfombras eran todas preciosas y de gran calidad pero yo viajaba solo y con mi bolsa de viaje al hombro. Le dije que era un vendedor muy bueno pero que yo era mal comprador. Me explicó que en Turquía había dos principios básicos. El primero era que la madre elige la esposa para los hijos y el segundo que en esta vida si trabajas duro Alá hará el resto.

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