Opinión | EL ADARVE

Seis sabios ciegos y un elefante

Los seis sabios ciegos y el elefante.

Los seis sabios ciegos y el elefante.

Hay un cuento indio que he leído y escuchado en muchas versiones. Ayer mismo, en la recepción del Hotel Diego de Almagro de la ciudad de Castro en la isla de Chiloé, mi admirado Jaime de Casacuberta, con la magia excepcional de su palabra, añadió una más a las que ya conocía.

Repasé de memoria mis casi mil artículos de esta sección y comprobé que nunca había hecho referencia a esta aleccionadora historia. Y decidí compartirla con mis lectores y lectoras, a pesar de que es probable que muchos tengan noticia de alguna de sus múltiples versiones.

Hablamos del origen de los cuentos, que se nutren y que a la vez alimentan a la cultura popular. ¿A quién pertenecen? ¿Quién fue el primero que lo contó o lo escribió? ¿Cómo habría que citarlo? Concluimos que eran de todos y de todas al formar parte de la sabiduría de la humanidad.

He aquí una de las versiones más conocidas de la historia. Había seis sabios que discutían con frecuencia sobre quién de ellos tenía más conocimientos y un mejor y más certero conocimiento de la realidad. Eran continuas las discusiones sobre quién era el más sabio de los seis. Un día se centró la discusión en la forma que tenía un elefante, animal que nunca habían visto porque eran ciegos de nacimiento y porque nunca habían tenido la ocasión de tocarlo ya que jamás se habían adentrado en la selva.

Conocedores de que el rey tenía en su palacio un elefante, decidieron solicitar el favor de que les dejase tocarlo para conocer qué tipo de animal era. El permiso les fue concedido y acordaron la hora y las condiciones de la visita. La expectación no podía ser más grande.

Cuando el primer ciego entró en el enorme recinto en el que se hallaba el elefante, se topó con el costado del animal y, abriendo los brazos, dijo que un elefante era un muro grande, alto y duro.

El segundo sabio, al aproximarse, tocó uno de los colmillos y dijo que no estaba de acuerdo con lo que había dicho el primer sabio. Sin duda estaba equivocado. El elefante, más bien, tenía la forma de una lanza puntiaguda.

El tercer sabio gritó indignado que los dos ciegos que le habían precedido en la definición estaban en el error, ya que el elefante era como una fuerte columna. Lo sabía porque había abrazado una de las enormes patas del elefante.

Cuando el cuarto sabio se acercó por delante y tocó la trompa y comprobó su forma y su movimiento, dijo que el elefante era como una serpiente larga y de piel rugosa. Descalificó la opinión de los tres compañeros que le habían precedido en la descripción. Sin duda, él estaba en lo cierto. Su sentido del tacto no podía engañarle.

El quinto sabio se había desplazado hacia la parte de atrás y había tocado la cola, con cuyo movimiento el elefante pretendía ahuyentar a las moscas que se posaban a cada lado de su parte trasera. Dijo que los cuatro sabios que habían emitido su opinión no podía estar más equivocados. Un elefante era como una soga larga, gruesa y fuerte.

Finalmente, el sexto sabio, que había acariciado una de los orejas del elefante, dijo que ese animal que pretendían describir tenía la forma de un abanico desplegado. Qué equivocados estaban quienes anteriormente habían dicho cosas tan disparatadas.

Ante la radical discrepancia decidieron pedir la opinión de un sabio que gozaba de visión, que vivía en palacio al servicio del rey y que había presenciado lo sucedido en la exploración que los seis sabios ciegos habían hecho del elefante. Fue reclamado para que contase la descripción del elefante y, de ese modo, deshiciese la controversia que visiones tan discrepantes habían creado. Después de examinar al elefante detenidamente les dijo:

- Señores, la discusión que han mantenido, después de que los seis hayan explorado al elefante está viciada en su raíz porque no han hecho una descripción completa del elefante. Se han limitado a describir una de sus partes. Ninguno de ustedes tiene toda la verdad. Cada uno, eso sí, tiene una parte de la misma. Ninguno es poseedor de la verdad íntegra. Si se escuchasen con atención unos a otros, podrían completar la verdad de cada cual con la verdad de los demás. De esa forma se harían una idea más cabal de lo que es un elefante.

Hasta aquí la historia de los seis ciegos sabios y el elefante. Ya he dicho que se trata de una historia que tiene un sinnúmero de variantes, aunque en todas haya elementos comunes: un elefante, varios sabios ciegos, un sabio vidente o un testigo de la discusión que nos conduce a la moraleja.

Nadie es poseedor de la verdad completa. Para hallarla hay que sumar y completar lo que sabe cada uno. Creo que hacen falta tres cosas importantes para encontrar la verdad. La primera es tener la humildad de reconocer que no lo sabemos todo. La segunda es la necesidad de la escucha de lo que saben otras personas. Es en la escucha atenta donde se encuentra la fuente del conocimiento que nos permite completar y enriquecer el que ya tenemos. La tercera es la disposición a contrastar otras visiones de la realidad con la nuestra.

Cuántas veces se da la actitud fundamentalista de pensar que tenemos la verdad absoluta y completa de las cosas. Qué pocas veces pensamos y aceptamos que cada uno tiene una parte de la verdad, una visión sesgada y parcial de la realidad.

Cuenta una leyenda persa que al comienzo de los tiempos los dioses repartieron la verdad dando a cada persona un trocito, de tal manera que para encontrar la verdad hace falta poner el trozo de cada uno. No hay trozo insignificante, no hay trozo despreciable. El de todos es necesario. El nuestro también. Humildemente tenemos que aceptar la verdad de los otros y generosamente poner la nuestra en común. Verdad y comunicación serían las dos caras de una misma moneda.

El deber de buscar la verdad está amenazado por peligros diversos. Uno de ellos es la pereza. Hay quien confunde las firmes convicciones con la pereza de pensamiento. No hace faltar pensar, ni leer, ni escudriñar, ni escuchar, ni dialogar ni esforzarse.

Otra amenaza es la soberbia. Nos creemos en posesión de la verdad. El orgullo nos aherroja en las certezas y no nos permite dudar.

Nicolás de Cusa hablaba de la docta ignorancia, Mientras más sabe una persona, más conciencia tiene de su ignorancia. Lo explico de una manera gráfica. Si represento lo que una persona sabe mediante un pequeño círculo, lo que rodea ese círculo es lo que esa persona se da cuenta que no sabe. Si el círculo es más grande, la sensación de no saber aumenta porque los límites del círculo son mayores. El que más sabe está abrumado por la conciencia de lo que no sabe. Por eso los sabios suelen ser humildes y los necios suelen ser petulantes.

El individualismo nos confina en nuestros pequeños límites. Esa es otra amenaza. Si los ciegos no se escuchan unos a otros, no pueden completar su versión y enriquecerla con las versiones de los demás.

Que me permita Antonio Machado una pequeña corrección a su famosa frase. «Tú verdad no, la verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela». Me gustaría que el poeta hubiese invitado no a guardar la verdad sino a compartirla. Juntos podemos avanzar en la construcción de la verdad si somos humildes y si valoramos la verdad que nos ofrecen los demás.

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