Opinión | CALEIDOSCOPIO

La paleta del pintor

Para Este verano falleció en mi tierra natal un amigo pintor. Al homenaje que le hicieron días después, yo llevé una paleta suya enmarcada regalo de él mismo y la puse sobre la mesa a la vista de todos. Era mi forma de decir que Sendo no estaba muerto, porque su alma, que era la paleta, estaba allí con nosotros.

La paleta de mi amigo Sendo es una de las varias que atesoro, todas pertenecientes a amigos pintores. La primera que enmarqué fue una de Emiliano Ramos, compañero de piso en el Madrid de nuestra juventud bohemia que falleció prematuramente dejando una obra escasa pero valoradísima por quienes la conocen.

En mi visita a su último estudio, en Nerja, donde vivió sus últimos meses de cara al mar, Marta, su viuda, nos dijo al amigo que me acompañaba y a mí que cogiéramos la obra de Emiliano que prefiriéramos. Era un ofrecimiento muy generoso, demasiado para aceptarlo. Eso sí, a cambio yo le pedí una paleta de las que andaban tiradas por el suelo, además de un pincel usado.

De vuelta a Madrid los enmarqué juntos en una especie de caja con cristal y a partir de ahí empecé a coleccionar paletas de otros pintores amigos convencido de que son sus cuadros más representativos por cuanto son los que pintan sin ser conscientes de ello.

En la paleta de un pintor están la pincelada, la gama de colores, el trazo pálido o contundente que se repetirán después en el cuadro que pinta el artista solo que de manera más artificial. Porque un cuadro se pinta voluntariamente mientras que la paleta se desprecia como un objeto inservible después de usarlo, siendo la más representativa.

En la vida de todas las personas solemos fijarnos en lo más superfluo, que es lo que salta a la vista y que la persona en cuestión controla y decide mostrarnos, mientras que lo verdaderamente significativo es lo que pasa más desapercibido, salvo que uno haga el ejercicio de fijarse en ello.

Habitualmente las cosas trascendentales son las que apenas vemos, cegados nuestros sentidos por la apariencia, que es ese trampantojo que interponemos entre nosotros y los demás. Fijarse en los detalles, en los gestos, en las palabras que pasan inadvertidas, en la forma de mirar, en lugar de en lo más obvio: lo que dice la otra persona, cómo viste, cómo se comporta, cómo habla, cómo se dirige a nosotros, aporta mucho más conocimiento de nuestro interlocutor que todo su discurso.

Como sucede con las paletas de los pintores, la verdadera personalidad de alguien nos la muestra lo impensado, no lo racionalizado buscando un efecto concreto, normalmente causar una impresión positiva en el otro.

Desde que empecé a coleccionar paletas de amigos pintores (no muchas: tampoco tengo tantos amigos pintores, ni siquiera amigos en general) he entendido, por ello, mejor su pintura, incluso su personalidad, que está más presente en aquellas que en sus cuadros por más que ellos no se den cuenta. Incluso he aprendido a mirar mejor los paisajes, buscando en ellos su espíritu más que su superficie y sus accidentes.

Al final, el alma de la tierra y de la vida está impresa en nuestros ojos y somos nosotros los que la dibujamos al mirar el mundo como los pintores al limpiar en sus paletas los pinceles. Que es lo que hace ese gran pintor que cada atardecer limpia los suyos contra el cielo, convirtiendo la vida y el mundo en una ilusión, esa ilusión que desaparece en cuando la noche cae sobre ellos, pero que sigue palpitando en nuestro espíritu hasta que nosotros también nos dormimos.

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