Opinión | Tribuna

Privatizar la monarquía

Una imagen de la familia real británica durante un acto institucional de archivo.

Una imagen de la familia real británica durante un acto institucional de archivo. / Agencias

A estas alturas de los acontecimientos, ustedes ya habrán leído y escuchado decenas de opiniones sobre el ‘inesperado’ (sic) traspaso familiar de carteras en la hipnotizadora y cinematográfica monarquía británica. De entre todas ellas, espero que no se hayan perdido una en concreto en la que, a la pregunta de cómo será el reinado del nuevo monarca, alguien espetó en una tertulia: «más corto que el de su madre». Brillante. Me encantó. Es más que obvio pero no me dirán que por su mente no pasó, tras escucharla y en ese instante, la imagen de un Carlos de Inglaterra de 143 años que por fin ha podido resarcirse tras media vida esperando y ha podido disfrutar de las mieles del poder completamente acartonado hasta 2095.

Sea como fuere y como se suele decir, el relevo de protagonistas influirá sin duda en la trama del relato, según predicen todos los analistas. Inestabilidades territoriales y aumento del independentismo en Escocia y Gales; una crisis económica que se acerca galopante por todos lados; una desconexión con Europa que le deja a merced de la caridad estadounidense y, sobre todo, una sociedad de a pie que habrá que ver si está dispuesta -ya sin la mamá eterna- a sostener una estructura o institución tan contradictoria con los tiempos que vivimos como es la monarquía. 

Hace tiempo que a raíz de los múltiples escándalos de todo tipo que han caracterizado a sus integrantes, hemos sabido que la Casa Real británica se denomina The Firm, la Empresa, también conocida como Monarchy PLC. En global, la revista Forbes le calcula a esta firma una fortuna de 27.750 millones de euros en joyas, inversiones, obras de arte, condados, parques naturales y palacios varios como el de Balmoral, donde falleció la reina. Ojo, 27.750 millones de euros. De ellos y al margen de todo lo anterior, la reina Isabel II muere con un patrimonio personal de 500 millones, 70 de los cuales ya heredó de su madre. La fortuna más que la suerte, como se ve, viene de lejos. Además, cabe destacar que los contribuyentes británicos destinan también un dinero anual fijado en 98 millones de euros para labores de representación de los miembros de la monarquía y mantenimiento del palacio de Buckingham a través de una tasa conocida como la Subvención Soberana.

Como empresa que sabe que su futuro está exclusivamente en manos de la imagen, invierte mucho dinero en ella y, claro, lo hacen muy bien. Y lo que no logran ellos con la propaganda, se lo consigue una serie espectacular que, aunque sacándoles las vergüenzas, logra que la imagen de la reina Isabel II se popularice sobre todo en las nuevas generaciones, que poca atención le prestaban a lo que consideraban como poco más que una anciana británica con el pelo siempre hecho y un bolsito colgando.

La pregunta que se abre ahora es saber hasta qué punto los británicos - y también los españoles, en la misma situación- continuarán sosteniendo a la Empresa como un elemento de estabilidad y un icono propio de fama mundial, o decidirán privatizar del todo una monarquía que ya funciona en sí misma como una rentable mercantil desde hace siglos, con gran alborozo para sus ‘reales’ accionistas. La duda que se plantea también es saber si los británicos -y los españoles- se creen capaces de organizar, tutelar, gestionar y cuidar por sí mismos de todo el territorio y posesiones estatales que ahora están bajo patrimonio de la Corona o si prefieren, como hasta ahora, externalizarlo en una familia para que se haga cargo de él a cambio de unos cuantiosos beneficios. La cuestión para británicos y españoles es dilucidar si se gana más manteniendo una estructura de poder como la monarquía que suprimiéndola; si las cuentas económicas son lo suficientemente transparentes como deberían ser; si hay familias que merecen tener más, vivir mejor que otras y ostentar poder por llevar un apellido en concreto y no otro; si esto se puede argumentar en una democracia del siglo XXI y, muy importante, si se les puede juzgar como a cualquier mortal cuando hacen el mal. He ahí la cuestión. 

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