Opinión | El contrapunto

Chamanes, nómadas y arqueros

En 1354 los turcos llegaron con sus arcos y sus flechas a Gallipoli, al suroeste de Constantinopla, la Roma de oriente. En el lado europeo de los Estrechos. Habían entrado en Europa por primera vez. Ya nunca saldrían de ella.

Era ya dentro de las fronteras de aquel imperio creado por nómadas llegados desde las estepas de Asia, cuando el Gran Mufti prohibió la lectura de los poemas heréticos de Mysri Effendi. Aun así la obra podía ser comprada, como una mercancía más, en el bazar de lo que es ahora Estambul. En una nota, los ‘mullahs’ advertían a los creyentes que el Mufti había estigmatizado esos poemas. Por lo tanto deberían ser entregados a las llamas. Decretaba la ‘fetwah’ de aquel pontífice del Islam: «Aquel que se exprese con las palabras y comparta las creencias de Mysri Effendi, también debería ser condenado a la hoguera. Excepto Mysri Effendi. Pues ninguna ‘fetwah’ puede ser aplicada a aquellos que son poseídos por la fuerza de su fe». Observen que el ilustre clérigo había escrito ‘debería’ en vez de ‘deberá’.

Era un matiz muy lúcido. Que llegaba desde las creencias primigenias de aquellos señores de los horizontes, como los llamaban los antiguos. Tan lúcido como la libertad que permitía entonces a las mujeres no llevar el velo, si ellas no lo querían. Aquellos hombres esteparios podían ser imprevisibles. El sultán Mehmet IV le preguntó a Abdi, el historiador de la Corte, qué había escrito ese día. Cuando le contestó que nada, pues nada digno de mención había ocurrido, el sultán le lanzó una jabalina, hiriéndole. «Ahora tienes algo sobre lo que puedes escribir».

Este último episodio nos hace pensar en las jabalinas que en estos tiempos nos lanzan, emponzoñadas, los caudillejos y los cleptómanos, a través de los intereses envenenados de la deuda soberana, las primas de riesgo y los mensajes tóxicos de los chamanes en los mercadillos de las redes. Aunque en ellas nunca veremos esos destellos de ruda nobleza con los que nos deslumbraban antaño los descendientes de aquellos nómadas. Por otra parte, también sería cierto que la protección que el Mufti extendía en su ‘fetwah’ al poeta Mysri Effendi, autor de aquellas herejías, podría ser comparable a la que se otorga a los jerarcas que controlan los cofres donde se apiñan las monedas. Pues ambos eran considerados hombres buenos, por no estar contaminados por el contacto con el vil menester.

Antiguamente en los bazares de las principales ciudades otomanas se podían adquirir espléndidos arcos y certeras flechas, arma favorita de aquellos curtidos nómadas. La utilizaban mientras galopaban, alados, por los horizontes de los siglos oscuros. Arcos de madera de arce, tendones de buey y cola de resina. Se dejaba madurar la madera durante un año, impregnada en aceite de linaza. Las cuerdas eran de crin de caballo, untadas con cera y resinas. Preparados y en tensión para lanzar sus mortíferas flechas. Con afiladas puntas de hueso, astil de pino y plumas de cisne o de águilas altivas, coronando los culatines de concha o marfil. Era un arma noble, valiosa y temible. Y longeva. Normalmente un arco bien cuidado podía durar dos siglos.

Hoy en día otras flechas untadas con ponzoña vuelan desde los teclados de los ordenadores al servicio de los malévolos y oscuros déspotas. Su trayectoria termina en nuestras vidas. Sin la hermosa barbarie ni la sabiduría de aquellos jinetes de la noche. Sin un átomo de respeto por la Europa prodigiosa que los nómadas esteparios hubieran querido someter. La Europa que sólo será respetada cuando ésta empiece a respetarse a sí misma.

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