Opinión | Caleidoscopio

Shakespeare y Cervantes

Considerados los dos grandes genios de la literatura universal moderna, Shakespeare y Cervantes, Cervantes y Shakespeare representan a dos culturas tan diferentes que toda coincidencia entre ellos, que las hay, aunque no tantas como la gente cree (por ejemplo, murieron el mismo año de 1616, pero no el 23 de abril por más que se les celebre ese día, a ellos y al libro por su advocación; Shakespeare murió el 3 de mayo y Cervantes el 22 de abril) no deja de ser más que eso: una casualidad. Mientras Shakespeare expresa en sus obras el espíritu trágico y épico anglosajón, Cervantes, especialmente en su obra cumbre, el Quijote, aunque también en sus ‘Novelas ejemplares’, destripa y pone al sol la encarnadura de un país y de un Imperio más cercano a lo cómico que a lo trágico y más novelesco que teatral. Si en las tragedias de Shakespeare el hado y la magnificencia elevan a la categoría de mitos las grandes pasiones humanas que en ellas se cuentan, en las novelas de Cervantes todo es sarcástico y medio patético, fruto de la contemplación de un país donde la fantasía no esconde la pobre condición de sus vecinos.

Pensaba yo en esto viendo por la televisión estos días los fastos fúnebres de la reina Isabel II, más cercanos a una tragedia de Shakespeare por su teatralidad y magnificencia que a un protocolo fúnebre del siglo XXI, e imaginando cómo serían los de nuestro rey emérito, ese señor autodesterrado en Arabia Saudí y convertido por su mala cabeza en una figura trágica, pero nada heroica, después de una trayectoria regia poco ejemplar. Y pensaba también, haciendo la comparación, en la diferencia que habría en la recepción por parte de sus respectivos pueblos del sentido de los actos y de su significado histórico. Porque ya no es que la monarquía británica tenga una historia ininterrumpida de siglos al revés que la española, es también el entendimiento que de esa historia tienen británicos y españoles, orgullosos unos de ella, incluso de sus pasajes más crueles y más terribles, y acomplejados los otros por el sambenito de conquistadores venidos a menos cuando no avergonzados por episodios tan sangrantes y olvidables como el de nuestra última guerra civil y la dictadura que la sucedió.

Los funerales de la reina Isabel II, pues, los podría contar Shakespeare en una de sus tragedias pero no Cervantes, de la misma manera en que los de un rey español, fuera cual fuera éste, los contaría mejor el autor del Quijote acudiendo a nuestro espíritu burlesco, pues los necesitarían las descripciones de unas celebraciones que rememorarían a Goya y a todos los pintores y escritores que desde Cervantes acá pintaron y escribieron la historia de este país cuya grandeza y miseria se dan la mano y en la que los personajes y arquetipos se repiten sin apenas variaciones haciendo del Museo del Prado nuestro panteón real y de nuestra literatura de los siglos XVII al XX la crónica de una decadencia a la que solo ha dado un poco de respiro el medio siglo de democracia del que disfrutamos desde la última dictadura y no del todo. Porque incluso en este tiempo el Quijote sigue vivo al igual que los pícaros del siglo de Oro y los que les siguieron, así como los ultramontanos de una y otra ideología, de una y otra nacionalidad, por lo que el espectáculo de las ceremonias fúnebres comenzaría ya con la composición del cortejo, que daría lugar a múltiples discusiones. De hecho, un adelanto de ello lo tendremos en el funeral de Isabel II con la presencia de la familia real española al completo.

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