Opinión | 725 palabras

Estereotipos

Uno se dedica a criar palabras y resulta que, como ocurre cuando se crían cuervos, termina teniendo muchas, la mayoría repetidas, porque sin repetirlas las palabras se vuelven testarudamente reacias a crecer y multiplicarse. Si yo, mí, me, conmigo y la primera persona de presente de indicativo de todos los verbos fueran motivo de prohibición so pena de muerte, la mayoría de los discursos serían discursos insignificantes, en el sentido de su ausente extensión palabrera; tímidos, en el sentido de su intención esencial; inconexos, en el sentido de su literalidad y esperpénticos, en el sentido de su belleza armónica. Y, ciertamente, seguro, la rareza de la brillantez de un discurso que resultara brillante, lo convertiría en el rey de los paradigmas virtuosos solo posibles en el asombrosamente mágico país de nunca jamás, que es donde nacen, crecen y mueren los milagros.

En su raíz primigenia latina, estereotipo significa molde sólido. Y a partir de ahí, ancha es Castilla y larga la panoplia de estereotipos en el sentido de clichés:

Excepto Harpagon, el personaje de Moliere, todos los avaros son judíos; todas las brujas, verrugosas y narigudas; todas las damas bellas y rubias, tontas; todos los argentinos, charlatanes vendehúmos; todos los políticos, corruptos; todos los andaluces, vagos; todos los médicos y enfermeras, infieles; todos los maños, testarudos; todos los gorditos, simpáticos; todos los mexicanos, bigotudos y ensombrerados; todos los musulmanes, terroristas; todos los españoles, donjuanes; todos los italianos machotes de pelo en pecho... Y así cientos de páginas estereotipificantes.

Nada más castrante en la infancia que un estereotipo verbalmente escupido con la certera puntería de la pseudoeducación. Durante la infancia, los estereotipos recibidos por parte de los adultos que nos educan nos marcan para toda la vida. Así, las envenenadas simplezas estereotipadas de «los niños de azul, las niñas de rosa» o las de «los niños no lloran, porque los niños son valientes, y si las niñas lloran es porque son sensibles» bien asumidas y engüeradas día tras día hasta la adultez explicitan buena parte de algunos grupos de las neurosis que siguen fustigando con severa injusticia a determinados universos de nuestra sociedad. Durante buena parte de mi vida, solo los «niños sensibleros vestían de rosa» y «todas las niñas que no lloraban eran marimachos declarados», y en ambos casos aquellos tópicos formaban parte de los entornos que edificaban el mundo desde su rincón más sombrío, según Carl Jung. La sociedad, el sistema, tal cual sigue manifestándose, demasiadas veces, es el más preclaro estereotipo del averno.

El oficio turístico también es un cristalino emblema del estereotipo, por cuanto que, por lo general, responde a unas inercias nacidas cuando el turismo se erigió en el más esclarecido ejemplo del mundo al revés: primero fue el turista y después el turismo, es decir, en sus inicios, primero fue la demanda y después el producto y, transcurridos más de tres cuartos de siglo ya, la vara de medir el crecimiento turístico sigue obedeciendo a la misma fatuidad profesional, que es un estereotipo viciado. Para muestra valga el botón de Málaga como realidad turística.

Por más que el primer y más ilustre Paco de la Torre de Málaga se empeñe, el producto turístico que se pretende concluir en la ciudad Málaga, por un lado, por la propia estructura física de la ciudad, no soportará su propia capacidad de carga y, por otro lado, porque la suma de todos los proyectos alojativos que se persiguen en Málaga, más las de todos sus destinos competidores, sobrepasarán muy de largo las necesidades de oferta para dar cabida a la demanda de los mismos.

Dicho de otra forma: todos los destinos competidores de Málaga crecerán a la par que Málaga para dar respuesta al mismo número de clientes, lo que, salvo milagro, a la larga, desembocaría, sea, en que Málaga moriría asfixiada por su propio éxito, sea, en que Málaga se debilitaría como producto por la inevitable guerra de precios en la parte de la oferta, como resultado de la lícita defensa propia para la sobrevivencia de las empresas implicadas en el proyecto. O sea, ¿bulimia o anorexia turística? ¿Qué preferimos?

–Alcalde, ¿susto o muerte...?

La gestión turística demasiadas veces crece al arrullo de incomprensibles estereotipos ancilares que, con supino empecinamiento, nos llevan a maniobrar mientras mantenemos el carro muchos metros por delante de los bueyes.

Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras...

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