Opinión | Hoja de calendario

Ayer y hoy de la monarquía

Las revoluciones burguesas fueron acabando en Occidente con el Antiguo Régimen, que se caracterizaba por la pervivencia de monarquías absolutas o autoritarias, la hegemonía de unos estamentos privilegiados que cerraban el paso a la burguesía y un sistema económico en transición desde el feudalismo al capitalismo. Aquellas revoluciones ‘liberales’ comenzaron a finales del siglo XVIII: la independencia y constitucionalización de los Estados Unidos (1776), la Revolución Francesa (1789) y las sucesivas de diversos países europeos en el siglo XIX (‘La Gloriosa’ de 1868 fue en cierto modo nuestra débil ‘revolución burguesa’). Aquel proceso concluyó definitivamente con la I Guerra Mundial (1914-1918) y con las revoluciones rusas de febrero de 1917 y de octubre de 1917, que ya fue socialista y proletaria.

En el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, el Antiguo Régimen acabó con el ajusticiamiento de Carlos I en 1649 tras la Guerra Civil Inglesa que abolió la monarquía e instauró la tiranía de Oliver Cromwell, el ‘lord Protector’; en 1660, dos años después de la muerte de Cromwell, se restauraba el reinado de Carlos II, quien inauguró el régimen parlamentario; en su reinado arrancaron los partidos Whig (liberal) y Tory (conservador). Sucesivamente, se fueron aprobando normas constitucionales que no dieron lugar a un corpus jurídico rígido sino a una carta magna flexible que arrancó con el Bill of Rights de 1689 que institucionalizó el papel del Parlamento casi un siglo antes de la Revolución Francesa. Y hasta hoy, el régimen británico ha sido ejemplo y modelo democráticos.

Los fastos acaecidos a la muerte de Isabel II, un homenaje sin precedentes a una personalidad que todavía representaba una idea imperial, fastuosa, del poder, y que de iure era aún jefe de Estado de 15 países incluyendo el Reino Unido, han sido probablemente el último eslabón de una concepción esotérica y trascendental del poder y del Estado –no en vano la reina era también la cabeza de la Iglesia de Inglaterra-, y aunque la sociedad civil británica se ha mostrado sumisa y condescendiente con el sistema establecido, se ha percibido estos días un claro ambiente de fin de etapa, que incluye la sospecha fundada de que Carlos III tendrá dificultades para gestionar el legado de popularidad y de poder efectivo que había logrado su augusta madre.

En cuestión de días, los británicos tendrán que enfrentarse a su propia prosa: los costes elevadísimos del brexit, un proceso todavía no bien explicado ni mucho menos implementado de forma estable; los problemas territoriales en Escocia, que solicitará pronto un nuevo referéndum de independencia, y con Irlanda del Norte, donde crece día a día la irritación por el incumplimiento de lo pactado al abandonar Londres el espacio comunitario; los efectos de la crisis económica, a la que la nueva primera ministra, Liz Truss, piensa aplicar las recetas ortodoxas neoliberales que el 2008 costaron sangre, sudor y lágrimas a muchos europeos…

A los efectos de nuestro país, el entierro de Isabel II ofrece envoltura histórica a nuestra vieja/joven monarquía, que también fue cabeza de un imperio pero que ha sido solo excepcionalmente factor de buen gobierno y cuyas interrupciones han sido especialmente traumáticas. Lo realmente valioso de una institución que se apoya más en la historia que en la racionalidad es su capacidad de representar valores positivos y de inspirar una defensa colectiva del Estado (que no de la nación). En este sentido, Felipe VI debería aprender de este viaje luctuoso a Londres que la supervivencia aquí de la Corona pasa por la reconstrucción de una imagen potente de la institución (que sitúe en un paréntesis la etapa ‘mala’ de su progenitor), y por la capacidad de constituirse en vasallo de la soberanía popular y en militante de la idea social del Estado, que vela sobre todo por la supervivencia y el bienestar de los más débiles.

Sobre el ornato protocolario de los palacios y las catedrales, la monarquía moderna ha de aprender a conciliar la sencillez con el respeto que impone el prestigio de quien siempre antepone el servicio al Estado a cualquier otro designio o consideración.

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