Opinión | el contrapunto

Esfinges

En la gloriosa Málaga intemporal que fue ibérica, fenicia, romana, musulmana, cristiana y renacentista, además de pujante y envidiado emporio turístico en la actualidad, abrió recientemente sus puertas un nuevo museo. Llevaba el nombre de doña Carmen Thyssen. Siento un especial respeto por esa señora. La recuerdo en pleno Paseo de la Castellana, en Madrid, en una noche de verano, hace algo más de un cuarto de siglo. En el Villa Magna, el hotel donde se alojaban ella y su esposo, el barón Thyssen-Bornemisza, se había recibido una amenaza de bomba. La policía había ordenado el desalojo inmediato del establecimiento. La baronesa y su esposo se refugiaron en su automóvil. Con buenos reflejos, ya su chófer lo había sacado del aparcamiento del Villa Magna.

Por obligaciones profesionales, como director del hotel, estaba un servidor de ustedes asistiendo a las fuerzas de seguridad del Estado en el cometido, siempre complicado, de desalojar rápidamente a empleados y clientes de un hotel donde se había declarado una situación de máxima alarma.

En mi admiración, no pude dar crédito a lo que estaba viendo: la baronesa volvió, sonriente y elegantísima, a entrar en el edificio del hotel. Inútiles los intentos de bloquear su paso. Con una sonrisa llena de serenidad, nos desarmó a todos. Tenía que recoger algo importante que se había dejado en su suite. Lo más notable era la ausencia en su rostro y en sus gestos de cualquier indicio de nerviosismo o temor. Era obvio que los dioses estaban de su lado. Y ella no lo dudó ni por un momento. Y así fue.

Hay dioses y dioses. En las antiguas culturas celtas, las deidades femeninas gozaban de un rango superior al de los hombres. Sabios tiempos aquellos. En las culturas grecolatinas las cosas han sido más complicadas. Y así todo terminó muchas veces en el caos, por aquella multitud de deidades masculinas, demasiado humanas e imperfectas.

Paseábamos mi mujer y yo por los espacios siempre bien dosificados del flamante museo malagueño de doña Carmen Thyssen. El afortunado encuentro con una antigua amiga nuestra, de coloraturas celtas y un intelecto admirablemente afilado, y el posterior encuentro con otra y muy inteligente conocida, con la que habíamos coincidido en un reciente viaje de ida y regreso a Roma. Ambas nos ayudaron a evitar aquello que Chesterton decía de algunos museos: como lugares que nos invitan a atiborrarnos con una excesiva mescolanza de alimentos para la mente. Que pueden hacer que la visita termine con una indigestión de la vista y del intelecto...

Ambos gratos encuentros en el Thyssen y las impresiones que mi mujer y yo intercambiamos con nuestras amigas nos permitieron descubrir que aquel nuevo museo malagueño no sólo era la creación de una muy ilustre dama a la que obviamente influyentes deidades deseaban agradar. Eurípides aseguraba que el mejor aliado natural de una mujer es otra mujer. Quizás por eso las dos obras más interesantes de la exposición permanente evocan a dos grandes mujeres: Julia, retratada por Ramón Casas i Carbó en 1915. Y una inquietante Santa Marina, de Francisco de Zurbarán. En cambio los hombres que pueblan un número importante de las pinturas costumbristas de la planta baja del museo malacitano son, quizás, bastante prosaicos. Algunos son personajes truculentos y algo tenebrosos, a los que nadie con un mínimo de sensatez invitaría a su casa para tomar el té..

Al final, como la brisa que hace vibrar la superficie de un estanque en calma, nos encantó el encuentro con nuestras dos amigas. Ambas nos recordarán siempre la Málaga que deseamos perfecta. Ambas nos devolvieron las magias de aquella sala del cardenal Scipione, en la romana Villa Borghese, donde un poderoso y dorado otoño ya nos anunciaba su eclosión al otro lado del cristal de las ventanas. Sí. Gracias a Dios, era obvio que aquel nuevo museo de la Málaga eterna podía tener muy buenas vibraciones.

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