Opinión | De buena tinta

O no

Jamás debiéramos perder el tren de la vida y de las oportunidades: porque hoy estamos aquí, pero mañana quién sabe dónde. Alcanzar la cima del éxito y, por tanto, de la felicidad, implicará aprovechar ese tren de la existencia, saber optimizarla al máximo desde el amplio punto de vista de la rentabilidad y, por supuesto, crecer como firmes especialistas en el cuidado de uno mismo, puesto que, a fin de cuentas, la vida no es más que nuestra propia mismidad frente al espejo y, si yo no sé velar por mí, ¿cómo voy acaso a sostener a los demás?

La clave del éxito personal y social comienza desde aquel instante en el que comprendemos que el punto de partida implica la radical aceptación de esa sabia evolución de la experiencia que nos enseña a posicionarnos a nivel competitivo en todas y cada una de las trincheras que la vida nos vaya presentando, ya sea desde el marco personal, social, familiar, laboral y, por supuesto, desde todos y cada uno de los parámetros de lo económico.

Es por eso que, hoy por hoy, cualquier joven con los pies en la tierra ha de reconocerse como superador de esa extraña generación precedente que creció con el miedo al paro, puesto que, a pesar de las hecatombes económicas, el dinero con dinero se hace, y una pronta predisposición al éxito rotundo nos conduce a descubrir dónde poder invertir lo poco que inicialmente se tenga como un primer paso para que el patrimonio crezca hasta el punto de no tener que preocuparnos por el saldo a fin de mes. Esta situación será la que nos configurará desde la paz que respira en calma y que se hace sostener por las columnas de una buena casa, un buen coche, una economía más que saneada y, desde ahí, por todos los afectos personales que nos renten y nos aporten algo positivo o beneficioso, porque la gente tóxica, por duro que suene, tan sólo sirve para involucionar.

Ni que decir tiene, en este orden de ideas, que es la independencia económica la única que puede garantizar la viabilidad y veracidad de las emociones afectivas del otro frente a uno mismo ya que toda relación de dependencia lleva tras de sí una atadura implícita o explícita que impregna de artificialidad las convivencias humanas. No le den más vueltas, este es el sentido: nacemos solos y moriremos solos, pero gracias a las propias fuerzas y a nuestros impulsos de superación agarraremos el mayor trozo de pastel posible y podremos disfrutar al máximo de los placeres y dulzores, que diría Manrique, de esta vida cuyo fin es inevitable y que, más tarde o más temprano, se extinguirá como la llama de la vela que se apaga.

O no. Pamplinas como la que les acabo de desarrollar por escrito y sin esfuerzo alguno mientras veía una telecomedia de bajo presupuesto impregnan los amaneceres del pan nuestro de cada día, y lo hacen de una manera tan habitual que, si uno no se para a pensarlo, nos pueden llegar a parecer no sólo razonables sino, en ocasiones, hasta peligrosamente convincentes.

El ser humano nace como una criatura social que, en su comienzo, precisa de la crianza de los otros y, en su desarrollo, únicamente alcanzará la plenitud a la que está llamado si protege, recrea y consolida el vínculo comunitario.

A fin de cuentas, no hay pobreza que no pueda ser sostenida por la tribu ni cuenta corriente que sane las consecuencias de la extrema soledad: pues el dinero es un instrumento para la subsistencia, y las relaciones humanas plenas una necesidad para el desarrollo de la persona, no al contrario.

Por eso mismo, quizá, no esté de más perder alguna que otra vez ese manido tren de lo rentable, olvidar la cantinela del yo, mi, me, conmigo y alzar las miras hacia horizontes de riesgo que nos lleven a derramar la vida propia desde la entrega desinteresada al otro y junto al otro: viviendo, así, una existencia que nos trascienda y nos invite a encarnar el misterio de aquellos que, también a imagen de Dios, conscientes de ello o, quizá, sin serlo, se dan enteramente al mundo y a los demás como luces de esperanza que brillan en medio de este tiempo hostil, que diría el poeta Ángel González, propicio al odio.