Opinión | Tribuna

Ganas de nada

Hace quince días, a la salida del colegio, le pregunté a mi hija si tenía algo interesante que contarme, o no interesante, me daba igual. «A lo mejor sí, pero ahora no tengo ganas», me contestó. «Ajá», dije, admitiendo que la entendía perfectamente. Yo estaba en la misma tesitura. La había ido a recoger sin ganas, por ejemplo, con espíritu decrépito. En general, las tres de la tarde es una hora malísima, profundamente inapetente, en la que todo se te cae a los pies. Aunque la desgana se experimenta en cualquier momento. Es un estado de ánimo casi permanente.

Hace un mes, sin ir más lejos, me tocó hacer un viaje de mil kilómetros sin ganas. Ya días antes había participado, sin entusiasmo alguno, en un club de lectura, y una semana después, en una presentación literaria también sin afán. Ni pizca de ganas tenía cuando asistí a la primera reunión de padres de alumnos. Esa tarde fue crítica: habría preferido convalecer de una enfermedad, una de esas bonitas, sin dolores notables. Cuando levanté la mano para hacer una pregunta, y que se notase que había asistido, me esforcé para no empezar diciendo: «No creo que haya nadie, entre tantos padres, que tenga menos ganas que yo de estar aquí. Y, sin embargo, ya me ven, a punto de preguntar no sé qué, como un idiota. Qué mérito tengo».

Quizás resulte imposible estar vivo sin hacer cosas a disgusto, cosas insípidas, feas, deprimentes. Un plan de vida en el que uno cumple solo con aquello que le gusta, y descarta lo demás, se sostiene solo a cambio de que empiece a ejecutarlo una mañana, y por la noche se muera de repente.

La desgana es una inercia, una corriente invisible, un hecho sin importancia. Es desoladora, pero te acostumbras a no tenerla en cuenta. Algunas veces, si hay suerte, se interrumpe y brotan unos pocos ánimos. Es lo que pasó el día el día que fui a recoger a Helena y ella dijo no estar de humor para nada. Por la tarde, mientras merendaba, se quebró su resistencia por un momento: «Papá, tengo que contarte una cosa». Hizo una pausa dramática, y al fin añadió: «Me besé con Juan y cuatro más». El ambiente del salón se cargó de una impensada energía. «Pero qué me dices. ¿Cuándo? ¿Qué clase de besos? ¿Y quiénes son los otros cuatro?», repliqué a su anuncio. «No quiero hablar más de esto. No tengo ganas», volvió a cerrarse en banda.

Hacer solo aquello que te gusta, y desechar el resto, es un lujo que se desgasta con la edad. No sé cuándo dejamos de hacer exclusivamente cosas que nos apetecían, rigiéndonos apenas por el placer. Un día descubres, en forma de drama, que no paras de hacer cosas que te mortifican. Pero hay que hacerlas. Nadie las va a hacer por ti, y si no las haces, más tarde quizá tengas que hacer otras más deprimentes y fastidiosas. Nos acostumbramos a creer que madurar consiste en renunciar a la satisfacción de todos los gustos. Menos mal que por cada cosa feísima que hacemos sin ganas podemos chasquear la lengua desalentados o pensar «menuda mierda». Es nuestra pírrica victoria moral.

Suscríbete para seguir leyendo