Opinión | AL AZAR

Todos los presidentes acaban mal

González y Aznar, en febrero de 2020.

González y Aznar, en febrero de 2020. / EFE

Un boyante género periodístico reposa en variaciones de la frase «el peor presidente de la democracia», tan frecuente que cabe sospechar que se adjunta automáticamente sin más que teclear el linaje Sánchez en el ordenador. La mayoría de los estilistas de esta disciplina ya tildaron de lamentables a la mayoría de predecesores del actual jefe de Gobierno, lo cual obliga a plantearse cuántos «peores presidentes» puede soportar un país.

Se intentará demostrar que el categórico «peor presidente de la democracia», atribuido con generosidad ilimitada a Pedro Sánchez, olvida los desenlaces tragicómicos experimentados por los sucesivos inquilinos de La Moncloa. Todos los presidentes de Gobierno acaban mal, rematadamente mal. El catálogo de finales de reinado incluye un golpe de Estado, la extinción del partido gobernante, un alarde de corrupción que no perdonó ni al BOE, el mayor atentado terrorista de la historia en suelo europeo, una destitución desde la Casa Blanca en medio de la mayor crisis económica imaginable o una ultrajante moción de censura. Vale que los primeros ministros se recuperan tras el oportuno tratamiento antidepresivo, y recuperan la estabilidad suficiente para pronunciar una conferencia, pero ninguno puede presumir de la forma poco airosa en que abandonó la política.

No vale la pena remontarse a Carlos Arias Navarro, el enlace entre franquismo y democracia destituido por Juan Carlos I mediante unas declaraciones en Estados Unidos sobre su gestión paralizante. Adolfo Suárez González concede todavía hoy una proporción mítica a un nombre callejero. Solo los más ingenuos piensan que esta condición icónica fue compartida en el ejercicio de sus poderes de presidente del Gobierno, calificado indistintamente por sus rivales de «tahúr del Misisipi» o «jefe de planta de unos grandes almacenes». Y después de haber sido forzado a dimitir por el Rey, su transmisión de poderes coincide con el 23F, el peor día de la democracia si se exceptúan los finales de las futuras presidencias.

Entre Leopoldo Calvo Sotelo, no disparéis sobre el pianista aunque el coronel Tejero estuvo a punto de saltarse esta norma. Cuesta dedicarle un párrafo íntegro, aunque lo exige la verificación empírica de que todos los presidentes del Gobierno acaban mal. UCD había ganado dos elecciones al PSOE, y el mandato del ingeniero de Caminos no solo resultó en una derrota estrepitosa, sino en la desaparición del artefacto ucedista. Aunque la irónica Memoria viva de la transición del continuador de Suárez lo redime para la posteridad, en aquellos momentos nadie se hubiera atrevido a insinuar que sería posible un «peor presidente de la democracia». O uno más desdichado. Sin embargo, el empeoramiento sacudió a los sucesivos ocupantes del cargo.

Felipe González Márquez fue votado en 1982 incluso por quienes no le votaron, y que solo asumieron este riesgo ante la evidencia de que sería obsceno concederle más de 202 diputados. En efecto, el PSOE actual pretende que gobierna con 120. La condición mítica del primer presidente socialista, ahora mismo reforzada por un libro de Sergio del Molino, no impidió la erosión del país donde era más fácil enriquecerse. Luis Roldán se aplicó la fórmula en la cúspide de la Guardia Civil, la primera mitad de los noventa alcanzó unos techos de corrupción que ruborizaron a los votantes autores de los 202 diputados iniciales.

José María Aznar llegó para limpiar España con Rodrigo Rato y Jaume Matas, pero solo la blanqueó. Celebró la mayoría absoluta con una sonrojante boda en El Escorial, por no hablar de los desplazamientos en helicóptero al campo de golf que omiten los denunciantes del Falcon de Sánchez. En la semana de la despedida del primer presidente del PP, los atentados del 11M por la participación en la guerra de Irak mataron a 192 personas.

José Luis Rodríguez Zapatero llegó por sorpresa, y se consolidó en su reelección sin alcanzar la mayoría absoluta prevista. España estaba en la Champions, pero la ortodoxia capitalista acabó expulsando de La Moncloa al socialista por su inconsciencia económica, llamada telefónica de Obama mediante. Un final tan infeliz que no pudo ni presentarse a las elecciones que se vio obligado a anticipar.

Mariano Rajoy debió caer por el mensaje de apoyo a Bárcenas, pero le esperaba una salida todavía más ignominiosa, la primera moción de censura triunfal de la democracia.

Y así se llega a Pedro Sánchez, que ha tenido un pésimo final desde el primer día. Sobre su sucesor solo puede establecerse una certeza. Acabará mal.

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