Opinión | Tribuna

Niños que gritáis desde los balcones

Niños que gritáis desde los balcones, qué pereza dais. Desde la protección de vuestras acaudaladas habitaciones enmoquetadas con escudos heráldicos abarrotados de armas y castillos, no aportáis nada. Absolutamente nada. Solo repetís las mismas consignas manidas que vuestros padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos gritaron como posesos durante siglos en su patético intento de no perder nunca los privilegios que tenían. Privilegios sobre otros hombres, sobre las mujeres, sobre los animales y el planeta. Privilegios sobre todo y sobre todos. Derechos de pernada, sobre la tierra, sobre el agua. Derechos que quitaban a otros para vivir mejor, para ganar más dinero, para redactar leyes y enviar al paredón. 

Niños que gritáis desde los balcones de un internado forrado de todo lo rancio, vuestra voz no aporta nada. Si leyerais más, si vierais más los informativos, si consultarais algún periódico de vez en cuando os percataríais que todo ha cambiado. Que todo está en transformación desde ya hace muchas décadas. Por ejemplo, sabríais que hace tiempo que las mujeres -esas compañeras de vida a quienes instáis a salir, al grito de ‘putas’, de sus madrigueras- ya hace tiempo que estamos fuera. Pero hace muchísimo tiempo. 

Salimos, al principio, poco a poco, eso es verdad. La enorme losa que vuestros padres y abuelos nos habían colocado sobre nuestras espaldas, invisibilizándonos, menospreciándonos y empequeñeciendo nuestro papel esencial en la sociedad pesaba mucho. Pesaba toda una Historia. Nos daba cosa conducir, divorciarnos, unirnos a la persona a la que realmente amábamos y no con quien tocaba. Seguíamos lo que había que hacer y teníamos hijos sin preguntarnos siquiera si era lo que deseábamos. Trabajábamos mucho en casa, pero mucho, y también fuera, aunque no tocábamos poder. Todos los lugares de decisión estaban copados por vuestros padres y vuestros abuelos que relegaban a nuestras madres y abuelas a meros papeles de comparsa, sin voto ni voz. 

Pero, niños que gritáis desde los balcones, lentamente fuimos gestionando nuestra sexualidad, nuestra libertad, nuestros derechos y, saliendo a la calle una y otra vez, ocupamos el lugar del que nos habían echado a patadas ya sabéis quien, los que inundan vuestros árboles genealógicos con escudos heráldicos de armas y castillos. Afortunadamente, en el camino encontramos -y nos acompañan todavía en el andar- hombres decentes, respetuosos, generosos, sin miedo a compartir el espacio y los privilegios, hombres que fueron capaces de dejar atrás lo que se suponía que tenían que ser, hacer y decir para hacer todo lo contrario y aplicar el sentido común, que en un ámbito de desigualdad es tan sencillo como aplicar la justicia. Por eso, cada vez que berreáis desde vuestra -esta sí- cobarde madriguera no insultáis a las mujeres solamente sino también a los millones de hombres que no tienen nada, pero absolutamente nada, que ver con vosotros y que deben gestionar, como pueden, la vergüenza de compartir género con individuos como vosotros. 

Niños que gritáis desde los balcones de un edificio de lujo, mientras lo hacéis las mujeres están haciendo la revolución. La hacen en Irán, donde son punta de lanza de una sociedad que clama por su transformación, y lo hacen desafiando con su propia vida los yugos y sogas que vuestros iguales les quieren imponer en su día a día. Y la hacen también en Afganistán, donde a pesar de las constantes torturas y linchamientos a las que están sometidas, salen a la calle para gritar que existen y que quieren para ellas y sus hijas una vida mucho mejor de la que talibanes como vosotros -diferentes ropas pero el mismo pelaje- les tienen reservada. Mientras gritáis, niños mimados, se promulgan leyes donde se ponen límites a vuestros constantes abusos sexuales en manada o solitario, en las que solo ‘sí es sí’, y se crean ministerios, consellerias, direcciones generales, unidades en colegios, en hospitales, en los cuerpos de seguridad especializadas en fomentar y dignificar el papel imparable de la mujer en una sociedad cada vez más violeta. 

Ya no hay madrigueras para nosotras, porque estamos en todos lados. Ahí donde estés, estamos nosotras. Si te giras, nos ves. Si nos gritas, te gritamos. Si nos empujas, lo haremos también. Porque ya no tenemos miedo. Vocifera lo que quieras desde tu balcón, niño mimado, porque, desengáñate, la calle y el futuro es nuestro y hasta damos la vida por ello.

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