Opinión | A vuelapluma

Las urnas y las neveras

Me despierto pronto. Me gustan las calles vacías, oscuras y húmedas, cuando todo aún puede pasar. Me gustan especialmente en días festivos, cuando parecen conocer las prisas y el bullicio que vendrán después. Me gusta el olor del café por la mañana, cuando parece que estás solo en el mundo. Me gusta este espejismo de paz y silencio a la luz de las farolas. Un titular del noticiero matinal me sorprende: la carrera hacia las elecciones. Habla de las generales. Lo increíble es que quedan 14 meses, en teoría. La consecuencia de vivir las legislaturas en constante campaña es un partidismo que solo aleja a los políticos de la ciudadanía. Porque del titular se desprende que lo que más les importa, lo que realmente les importa, es lo suyo, cómo mantener o alcanzar el poder. No digo que no interese el bien colectivo, sino que lo que traslada este choque eterno de partidos y bloques es que lo que prima es el poder y sus estructuras. Por encima de todas las cosas (y todas las personas). El titular es del 19 de septiembre. Veinte días después, poco ha cambiado. El presidente valenciano, Ximo Puig, empezó el curso tras el verano con una frase que parece difícil de mantener hoy. «Ahora no toca pensar en las urnas, sino en las neveras». Parece imposible en un contexto tan enrabietado políticamente.

Uno se aleja unos días y regresa con el vano anhelo de que las cosas cambian si dejas de mirarlas. La vida es ilusión. Y la realidad, un muro lleno de desconchones y grafitis. El mundo nunca ha sido fácil de entender, pero la sensación es que últimamente está preñado de paradojas y zancadillas ideológicas y emocionales que hacen que todo se difumine y acabe con una pátina borrosa. Un mundo tan complejo donde una mujer llega por fin al gobierno de Italia y lo hace en nombre de un neofascismo de rancio abolengo. Un mundo donde el nuevo capitalismo de Instagram ofrece como épica del siglo XXI que una joven poderosa presente a su bebé en el lecho paritorio, solo que no lo ha parido ella, sino otra mujer pobre que lo ha vendido para seguir malviviendo. El mundo feliz está más cerca de lo que pensábamos. Un mundo bañado de desigualdad y guerra de clases (no declarada) en el que se bajan sin pudor los impuestos a los que más tienen en el Reino Unido y es el mercado de las finanzas el que pone en su sitio a la política. Un mundo donde se pisotea al que se sale del carril: me sigue gustando leer a Savater, aunque me gusta poco o nada lo que opina, igual que me gustaba leer a Javier Marías, y me gustan Vargas Llosa o Ana Iris Simón, aunque difiera casi siempre de sus opiniones (un día haré una lista de aquellos con los que coincido y no me gusta leer).

La libertad era otra cosa, no comprar hijos de pobres, empoderarse para cancelar o vivir como si las urnas lo fueran todo. La libertad tampoco era poder ir tabernariamente de cañas y tapas, que está bien, pero sin necesidad de que sea un gesto cargado de ideología.

El mundo de hoy es también el de la pérdida de control, traspasado a fuentes de inteligencia artificial. Nunca una buena obra o un buen trabajo han tenido el éxito garantizado, pero ahora menos. Una buena noticia, un buen restaurante o un buen abogado dependen de cómo los posicione en el mundo virtual un elemento inextricable y esencialmente aleatorio. Quizá es la victoria última del neoliberalismo: el dominio de unos entes desregulados que nos dejan más desnudos.

Al menos, el periodismo se demuestra como necesario aún en el mundo de hoy. ¿Cómo, si no, se hubiera descubierto el fiasco del novio de la marquesa encantadora? Puede parecer que no, pero también en ello hay urnas y neveras. El periodismo sirve también (aún sirve, ya sin ironías) para convertir en escándalo y finiquitar una tradición anacrónica (como casi todas), machista e insoportable de cachorros de la caverna. Quedan razones para festejar. Siempre quedan. Hoy más.

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