Opinión | Mis días marinos

Anécdotas canovistas

Mariano Vergara saluda al Rey Juan Carlos I.

Mariano Vergara saluda al Rey Juan Carlos I. / L. O.

Allá por el final del siglo XX se cumplieron cien años del asesinato de Don Antonio Cánovas del Castillo en el balneario de Santa Águeda en Guipúzcoa, adonde iba anualmente porque decía que le daba la vida. Cánovas es una de esas figuras que Málaga ha engendrado y ha regalado a la Historia sin darles mayor importancia. Como si fuesen gente común. No como en otros lugares en los que han nacido, al parecer, María Santísima y Pilatos, naturalmente mucho más importantes que Cánovas, pero de los que de la veracidad de su nacimiento allí, no existe constancia en el Registro Civil.

Pero no voy a escribir del estadista que construyó un sistema político que siempre quiso se asemejara al parlamentarismo inglés. No se puede sintetizar en un artículo ni siquiera un breve resumen de lo que fue la vida y la obra de Cánovas, aunque uno tuviera la prosa y el estilo del hombre que nació en una humilde casa en la calle Nuño Gomez de la que solo quedan los restos calcinados de algunas paredes, por causa de negligencias administrativas y la barbarie provocada por okupas y otras especies neandertales rabiosamente contemporáneas, de inteligencia cercana a nuestros antepasados homínidos. Voy a hablar de uno de sus descendientes, Juan Antonio Cánovas del Castillo, su sobrino bisnieto, al que tuve la fortuna, el honor y la alegría de conocer con motivo de las efemérides que se celebraron para conmemorar el recuerdo del político más importante, que haya nacido en esta España, tan proclive a olvidarse de sus hijos más brillantes, desde la época del cardenal Cisneros. Por supuesto que Málaga también le ha olvidado, seguramente por pura ignorancia, a pesar de la obra monumental de Martínez Labrador que se levanta al comienzo de la avenida que lleva su nombre, entre edificios de escaso gusto, que recoge los vientos que recorren Málaga en todas direcciones por el típico efecto de cuello de botella. Don Antonio permanece allí impertérrito con las manos en su agachapada espalda sobre la que parece sostener el peso de esta complicada nación.

Pero como antes decía, no voy a hablar de él, sino de un descendiente suyo, que reunía todo el encanto irónico que la inteligencia puede dar de sí. Era Juan Antonio Cánovas un hombre profundamente inteligente, cariñosamente jovial y risueño, un hombre ya mayor por entonces, sólidamente culto y emocionalmente tierno. Con la cabeza despejada y brillante y hasta dotada de la gracia de Don Antonio, como cuando en las discusiones para la redacción de la Constitución de la Restauración, harto de oír rollos y frases pedantemente insoportables acerca de la forma de definir quiénes eran españoles, comentó soñoliento en el Congreso «son españoles quienes no pueden ser otra cosa». Para eso hace falta tener ironía y autoridad moral en grandes proporciones. Tuve también el honor de conocer y tratar a Carlos Robles Piquer, embajador de España, vicepresidente del Gobierno, presidente de la Fundación Cánovas del Castillo y padre de Carlos Robles Fraga, también embajador de España y compañero en la Escuela Diplomática de Madrid. Hombre afable de ojos claros, bondadoso, inteligente y culto, irónico, cuyo trato convertía en una delicia la conversación en una civilizada sobremesa. Podría haber sido el modelo del cortesano de Baltasar de Castiglione

Los ignorantes, a los que hay que perdonar, porque no saben nada de lo que hablan, normalmente escriben y comentan con zafio desparpajo y amplio desenfado, crónicas y comentarios en las televisiones, propiedad de descendientes italianos de Tutankamon y de ese individuo millonariamente patibulario nombrado Roures, acerca del Rey Juan Carlos, tildándolo de «emérito», seguramente ignorando que hay determinados cargos en este viejo país, que solo mueren cuando sus titulares lo hacen físicamente, no cuando lo deciden gobiernos de divertido e incompresible fraseo, o personajes de pantalón pitillo y entalladas chaquetas de mínimas solapas, de los que difícilmente puede entenderse a que se refieren cuando hablan, pero cuyas obras son muy fácilmente indigeribles. Se muere siendo embajador, capitán general y rey. El marchamo es eterno. Y en el ámbito terrestre/celestial, el Papa siempre es el Papa, aunque, en algún caso, su atractivo personal y humano sean escasamente elogiables. Juan Antonio Cánovas tenía verdadera devoción y firme lealtad al Rey, como soberano y a Don Juan Carlos, como ser humano. Después hablaremos de eso.

En una sobremesa deliciosa en la que uno se encontraba en su juventud como un niño entre doctores, en representación de Unicaja, con Carlos Robles, Paco Sanabria, es posible que Luis Cánovas y algunas otras personas que no recuerdo bien, pero de alto nivel intelectual y pertenecientes a ese mundo liberal conservador, que tuvieron tan alto y poco conocido papel en la transformación de nuestro país en una democracia plena, Juan Antonio, a cuyo lado me encontraba, contaba su prodigioso conocimiento de cada rincón de España. Estábamos celebrando la publicación en versión digital de los doce tomos de las obras completas de don Antonio. Juan Antonio empezó a hablar de Canarias y al comprobar mi interés y aparente saber sobre las islas, me preguntó mientras me agarraba del brazo: «A ver si sabes donde se encuentra la punta del Descojonado?». Inmediata carcajada general, porque los desconocedores de la toponimia del archipiélago, no imaginan la fantasía y el surrealismo de la denominación de algunos accidentes geográficos canarios. Milagrosamente pude contestar: «En Gran Canaria cerca de Guiguí». Me dio un abrazo y dijo «este conoce bien Canarias».

La grandiosa exposición del mundo de la Restauración, que acompañaba la efeméride de la publicación de las obras completas de Don Antonio, se inauguró en Madrid en el Cuartel del Conde-Duque. El protocolo de la Casa del Rey, que entonces dirigía Fernando Almansa, buen amigo desde la juventud en el colegio de los jesuitas de Málaga, había dispuesto el orden de los saludos en el ancho patio de piedra, helador en invierno y asfixiante en verano, como corresponde al clima continental de la capital del reino. Cuando llegó el Rey, aunque uno ya lo había saludado en varias ocasiones, instintivamente froté mi mano sobre la franela del pantalón por si acaso transpiraba. No voy a utilizar el término sudar en semejante circunstancia. Se quiera, o no se quiera, la majestad impresiona de cerca. Al menos en aquel tiempo, cuando nadie sabía dónde estaba Botswuana, quién podía ser una tal Corina y los elefantes carecían de interés alguno. Y nadie había olvidado que éramos una nación libre gracias a aquel hombre. Me encontraba situado a la izquierda de Juan Antonio. Cuando el monarca llegó a su altura, aquel hombre leal intentó inclinar la cabeza, a la vez que decía a Don Juan Carlos: «Gracias, Señor, por el alto honor que con su presencia en este acto, concede a mi familia». A lo que el Rey, con esa cercanía que tan grandes resultados produjo en España y fuera de ella, y tan escasamente agradecida por un pueblo ingrato, abrazó estrechamente a Juan Antonio, mientras le decía con su voz gutural y pastosamente borbónica: «Pero hombre, Juan Antonio querido, cómo no iba yo a venir a este acto, con lo que mi familia debe a la tuya?». El abrazo y los ojos rayados de los presentes duraron unos segundos, mientras yo volvía a frotar la palma de mi mano en el pantalón. Incliné la cabeza y el Rey estrechó con fuerza mi mano derecha entre las dos suyas, como puede apreciarse en la foto que acompaña estas líneas. Tengo que reconocer que me hizo daño con el anillo real que lucía en su dedo meñique. Pero también confieso que sentí una especial satisfacción por ese gesto, que no tenía nada de campechanía, sino de gratitud real por el patrocinio de aquella publicación y exposición. Y siguió adelante en el besamanos. Pero el momento emocionante habían sido las palabras a Juan Antonio. Nunca olvidaré que fui testigo del agradecimiento real, desde la altura de mil años de tradición coronada, a un hombre entrañable, descendiente del estadista, Don Antonio Cánovas del Castillo, que creó el sistema de la Restauración y sentó en el trono a Alfonso XII. A veces un solo hombre basta para enderezar la Historia. Aunque después se torciera. Para entonces Cánovas ya había sido asesinado. Cuantos malagueños saben quién fue Cánovas y cuanto le debe esta ciudad y este país?

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