Viento fresco

Un buen hotel

A veces me alojo sólo para después poder escribir la palabra albornoz

Jose María de Loma

Jose María de Loma

Va uno con los años depurando sus preferencias acerca del saludo matinal, inclinándose por propiciar ambientes y lugares donde pueda fácilmente ser recibido con un «Caballero, el pan de aceitunas está recién hecho». Ay, la vida de hotel. El amanecer lleno de expectativas. En los hoteles buenos todas las habitaciones tienen vistas a la gran vida. Vida de mullidas toallas, albornoces de colores, sábanas de sublime tacto y deliciosos adminículos. A veces me alojo en un hotel solo para poder escribir la palabra albornoz. Al escritor que no escribe albornoz se le queda una prosa como desabrigada o húmeda aunque es verdad que hay lectores que prefieren las frases secas.

Pero algo malo habrá que decir de los hoteles buenos. El café. El café de hotel es malo, no importa si proclama usted esto en Madrid, Londres, Capadocia, Málaga o Vigo. Claro que con las cápsulas la cosa ha mejorado. Otra cuestión es que determinadas personalidades, digamos, de escasas habilidades prensiles logren manejar el artefacto en el que hay que introducirlas, ya seguramente no llamado cafetera.

Del servicio de habitaciones te pueden subir un whisky a media tarde, un revuelto de setas de madrugada o un adverbio de lugar. E incluso un adjetivo que creías haber metido en el equipaje.

Esta mañana me han confundido con un huésped italiano y el recepcionista me ha saludado en la lengua de Dante. Yo por no defraudar he contestado Grazie, o sea, gracias en italiano. Pero creo que me ha quedado algo parecido a un mugido de vaca. Un tono como de rudo camionero alsaciano al que le vacilan en un stop.

Por los salones de hotel deambula un muestrario humano variopinto, de atuendo muy deportivo, con querencia por las cazadoras pese a que el frío no termina de llegar en este noviembre en el que según qué gurús íbamos a morir de inflación, frío, falta de calefacción, alquileres desorbitados y huelgas de panaderos, agricultores y rentacares.

De vuelta a la habitación, uno se siente como en una burbuja, pese a no haber estado nunca en una burbuja. No entra el ruido mediático a no ser que encendamos la gigantesca pantalla de plasma en la que ahora mismo unos fornidos jóvenes con camisetas vistosas se disputan un esférico naranja para encestarlo en una canasta. En otro canal, un joven con cara de tortelini explica en español macarrónico cómo se preparan unos espaguetis. Alguien en nuestra ausencia ha tenido el detalle de reponer el minibar, que es más mini que bar y en el que sin embargo caben unos admirables botellines de cerveza, agua y unos frutos secos en frasquitos muy cuquis y robables.

Como en un buen hotel no se está en ningún sitio. El buen hotel compensa de los fastidiosos traslados en tren o avión desde la ciudad propia y proporciona confort tras los largos paseos, las excursiones museísticas o la estancia en restaurantes pretenciosos. Si escribes una columna en un hotel te queda un texto alojado, tal vez un párrafo cinco estrellas o incluso si no estás atento, unas frases como de pensión de posguerra. El lector se pondría entonces de malas pulgas. Bichos esos que nunca hay en un buen hotel.

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