De buena tinta

Contemplaciones con Salinas

Pedro J. Marín Galiano

Pedro J. Marín Galiano

No es lo mismo mirar que contemplar, como tampoco es lo mismo una imagen que un símbolo. El mirar es limitado, se circunscribe al aparato restringido de los sentidos más inmediatos, mientras que la contemplación apunta hacia unos horizontes que trascienden y, quizá, transgreden (por qué no) lo palpable, la mera materia, incluso el imperturbable tiempo de los relojes.

Aprender a contemplar más allá de la fría mirada supone, pues, un ejercicio de exquisita humanidad que se alza a modo de símbolo, esto es, un adiestramiento que nos hace tomar conciencia de aquella realidad material que nos evoca una realidad espiritual. Hablamos, pues, de un salto, de un arribar al horizonte, que el hombre de todo espacio y de todo tiempo, le pese a quien le pese, precisa. No en vano, la etimología de la contemplación contiene un prefijo de agregación que se suma al derivativo verbal de templum, esto es, el templo, el lugar a través del cual observamos el más allá celestial desde los parámetros de lo sagrado, de lo sacramental y de aquello que sobrepasa, como digo, el mero mirar.

Tal que así, bien podríamos decir que, si miramos para sobrevivir, es contemplando como realmente llegamos a vivir, pues si la mirada del animal comprende y asimila la imagen que perciben sus ojos y, como mucho, es capaz de intuir sin llegar a ver aquello que su olfato le anticipa, es, por el contrario, la contemplación del hombre la que genera el salto del cuadrúpedo al bípedo ante la ineludible necesidad de alzar los ojos al cielo. Por todo ello, por eso mismo, tal y como indica Manuel Salinas en su último libro, ‘Contemplaciones (defensa de la poesía)’, puede que el mundo no tenga sentido, pero hay una cosa en él, el hombre, que no sólo lo necesita, sino que lo reclama urgentemente.

Y en este marco, la palabra, insiste Salinas, es una «selva de símbolos» que en modo alguno persigue la fría y académica pretensión de demostrar de manera conclusiva la esencia de lo contemplado, sino que emerge, sencillamente, nada más y nada menos, para dar testimonio de una tradición y una experiencia donde el lenguaje, «libre de la carga del cuerpo», nos llama, nos interroga y nos sueña. Es precisamente en estos linderos, apunta Manuel, donde la poesía brota no como manifestación cultural, sino como sincera expresión que germina en lo más profundo del alma. Y así, dice Flaubert, «no leas como hacen los niños, para divertirte, o como hacen los ambiciosos, con el propósito de la instrucción; no, lee (escribe) para vivir».

Por eso la poesía aflora como un decir que implica un bien decir, esto es, un bendecir que, hoy por hoy, sigue apostando por una belleza de la ofrenda y de la contemplación que pueda superar las palabras huecas del simple mirar que se postran ante lo caduco, la fealdad, el verso de neón o los juegos de palabras, pócimas todas ellas que intencionan más alimentar los egos que promover el gozo y el cántico de alabanza hacia un mundo que nos desborda.

Sin embargo, ¡ay!, ¿qué hacer en mitad de un tiempo donde la poesía se ha acartonado o, como bien dice Manuel con su habitual clarividencia, «se ha modernizado para adoptar la pose del feísmo, de la indolencia y del desencanto?». Pareciera, así, que todo lo que hasta ahora habíamos entendido como cultura (la filología, la historia, la filosofía o la música) ya no sirve para el mundo actual. ¿Es que acaso la poesía ha dejado de ser «bello silencio divino», que clama al cielo desde un papel en blanco para salvarnos, incluso, de nosotros mismos? ¿Es que acaso la poesía ha dejado de ser causa por la que el poeta se vive a sí mismo de manera plena en el «feliz recogimiento de un poema» como trozo de vida?

Y es que la poesía no debiera de configurarse, pues, como una suerte de realismo obsesionado (obsesión que casi siempre trae causa en la necesidad de ensalzamiento del ego), sino como una fiesta de la palabra que trasciende o desciende, qué más da, pero que no pretende ser otra cosa que bendición y Literatura, puesto que, sin lugar a dudas, como bien dice Salinas, «el poeta es aquel que proclama que existe una noche de oro más allá de la Noche».

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