El contrapunto

Augustus John y el mítico Hotel Santa Clara de Torremolinos

El hotel Santa Clara desde la playa de la Carihuela.

El hotel Santa Clara desde la playa de la Carihuela. / L. O.

Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

La lluvia... ¿Podría ser que quizás ya nos llegue? Como ya lo dijo en 1887 Henry Ward Beecher, en sus «Proverbios desde el púlpito de Plymouth»: «¡La lluvia! La que con las suaves manos de su arquitectura tiene el poder de cortar las piedras y cincelarlas con formas de grandeza; incluso en las montañas más altivas».

En la madrugada del miércoles pasado, el 16 de noviembre del 2022, durante unas horas regresó la lluvia a mi pueblo, Marbella, después de tantos largos meses de ausencia. Podría habernos dejado un sabor a escasez, incluso a tacañería. Pues en verdad llovió algo más en la vecina Estepona. Aun así, era el regreso de la vida -eso sí, algo tímido- después de una sequía más que brutal. Lo celebré en silencio, con la ventana abierta, para poder oírla, mientras escribía este artículo.

El paso del tiempo unido a la distancia nos lo confirman: es indiscutible que Augustus John fue uno de los más grandes pintores del siglo pasado. El maestro nació en 1878 en la pintoresca y marinera Tenby, en el condado galés de Pembroke. Aquel maestro del arte de vivir, pintor excelso, grabador y dibujante prodigioso fue una figura clave del mundo del arte con mayúscula británico. El retratista indispensable de la primera mitad del siglo pasado. Ningún otro artista de la época retrató a tantos personajes fascinantes, abanderados de tanta vida, como él. Siempre fue, como buen galés, un hombre impulsivo. Incluso volcánico. En su juventud, en 1910, viajando en tren entre Arlés y Marsella, camino de Italia, divisó a través de la ventanilla un pueblo mágico que le cautivó: Martigues. Interrumpió su viaje y regresó en otro tren para quedarse. Allí vivió, en el corazón de la Provenza que tanto amó Vincent van Gogh, con el paréntesis de su incorporación a las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Hasta 1928. Un día descubrió que su Martigues estaba cambiando.

También fue en 1928 cuando el prestigioso semanario norteamericano ‘Time’ le dedicó, inesperadamente, los honores de su portada. Fue la confirmación de que su relevancia como artista ya se extendía, rotunda e imparable. Siempre fue un inconformista genial, valiente, un rebelde en estado puro. Sin concesiones ni fisuras. Practicó el oficio de trabajar y vivir con intensidades portentosas. Se casó dos veces. También amó a no pocas mujeres. Y admiró durante toda su vida a sus romani, los gitanos. Le fascinaban por su dignidad y su pasión por la libertad medular. Tuvo varios hijos. Uno de ellos, el almirante Sir Caspar John, llegó a ser el Primer Lord del Almirantazgo británico.

Ya en los años finales de su vida, él y ‘Dodo’ (Dorothy, su mujer) decidieron, por problemas de salud, viajar al sur de España. Buscando en Torremolinos, la entonces barriada de Málaga, la luz y el calor del sol y los colores de una naturaleza vibrante. No fue fácil. Durante nuestra Guerra Civil, Augustus John se había convertido en un crítico implacable del general Franco. Como Picasso, llegó al extremo de vender algunos de sus cuadros para ayudar a las familias de los republicanos españoles encarcelados. Había dicho en muchas ocasiones que deseaba regresar a España. Pero no mientras gobernara allí «aquel horrible régimen». Finalmente, en diciembre de 1954, volaron a Madrid desde Londres. Y de allí en tren hasta Málaga. Su destino era el Hotel Santa Clara de Torremolinos, el Castillo del Inglés. Aquel luminoso paraíso que le había recomendado apasionadamente su amigo Gerald Brenan. Allí se instalaron hasta abril de 1955.

Dos años después, en 1957, durante mis tiempos de humildes trabajos y aprendizajes hoteleros en el legendario Santa Clara de Torremolinos, mis entonces compañeros de trabajo me contaron muchas cosas del pintor Augustus John. Incluso conservaban fotos de él. Aquel cliente que parecía un profeta salido de las páginas de la Biblia. El recuerdo de su hieratismo y su inmensa barba blanca todavía les impresionaban. Aparentemente feroz, en realidad era un buen hombre con un afectuoso sentido del humor. Sobre todo con los que le servían. Él y su mujer tuvieron una de las mejores habitaciones de la antigua fortaleza artillera. En el segundo piso, con vistas maravillosas sobre la vecina Carihuela y el mar. Estaba orientada al sol de las tardes de invierno. Por supuesto, con terraza y cuarto de baño privados. En la magnífica biografía de Michael Holroyd, nos cuenta el autor que el entonces dueño (sic) del hotel, también su director, Fred Saunders, había sufrido una herida de guerra de naturaleza muy íntima, mientras luchaba a las órdenes del legendario Lawrence de Arabia. Por cierto, Lawrence fue uno de los grandes personajes que habían posado para el maestro. Sin duda uno de sus mejores retratos.

Nos cuenta Holdroyd que el escritor e hispanista Gerald Brenan, residente ilustre en una muy apreciativa Churriana, visitaba con frecuencia a Augustus John en su reino del Castillo del Inglés. El pintor escribía a sus amigos, contándoles que el Santa Clara estaba «lleno de ingleses adinerados, ya de cierta edad». Un lugar perfecto para los convalecientes como él. Aunque el bar le parecía poco inspirado. Aseguraba que era un milagro el que el sol brillara casi cada día «sobre el maravilloso paisaje» que rodeaba al hotel. Era obvio que probablemente se sentía atraído por Edith, la esposa de Fred Saunders. A la que yo recuerdo perfectamente como la caudilla de aquel paraíso secreto. La formidable doña Edith Saunders, una gran dama danesa, de acerada personalidad y temibles aristas. Augustus John quiso regresar al Santa Clara para terminar unos cuadros que había dejado allí. No pudo ser. Abandonó este mundo el 31 de octubre de 1961. Unos pocos años después, el Castillo del Inglés, el Santa Clara y sus constelaciones mágicas desaparecieron para siempre de la faz de esta sufrida tierra. Me temo que todavía no he logrado superar esa tragedia. Como ya había ocurrido en tantos otros rincones sagrados de este mundo, aquel sacrilegio ocurrió en un día aciago. El de la destrucción inapelable de un paraíso secreto. El que que también fascinara, hace casi un siglo, a otro gran pintor: Salvador Dalí y a su mujer, Gala. También conocieron el privilegio de vivir en el Santa Clara. El Castillo del Inglés.

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