ENTRE ACORDES Y CADENAS

El des-esperado Corredor Mediterráneo

Hace ya muchos años, demasiados, que los habitantes de las provincias bañadas por el Mar Mediterráneo venimos oyendo la misma cantinela de boca de aquellos que, por profesión, tienen el deber de velar por nuestros intereses. No importa el color de sus estandartes ni la ideología que, según dicen, les sirve de norte en su cotidiano proceder. Unos y otros, durante largo tiempo, no han hecho más que hablar y prometer lo que, a día de hoy, continúa siendo un ‘proyecto’ o, mejor dicho, para nosotros, los ciudadanos, un anhelado ‘sueño’.

Todos los que, por cualquier razón, laboral o familiar, se ven obligados a subirse a un tren y recorrer nuestro litoral saben perfectamente a lo que me refiero. Y es que las distancias, aunque cortas en términos contemporáneos, cuando se trata de desplazarse, por ejemplo, de Barcelona a Murcia, se alargan cual chicle interminable. A pesar de que los kilómetros que separan ambas ciudades no llegan a seiscientos, el trayecto ferroviario supera las siete horas. Eso sin contar los reiterados retrasos motivados por diversos y originales motivos a los que los viajeros, por mera resignación, ya se han acostumbrado.

Además, para llegar a su destino, el tren para hasta en catorce estaciones, que van desde Cambrils, en Tarragona, hasta Elda, en Alicante, sin olvidar varias localidades de Castellón. Es decir, un auténtico recorrido turístico por las ciudades y los pueblos de España. Más o menos como Labordeta en ‘Un país en la mochila’, pero cambiando la gastronomía tradicional por un triste bocadillo congelado y una bolsa de patatas fritas como primer y segundo plato del menú a bordo.

En resumen, si es usted murciano o alicantino y reside en Cataluña o incluso en Valencia o en Castellón (o viceversa), más le vale armarse de valor para regresar a su tierra por Navidad. Es mejor que avise a su familia para que no le esperen con la mesa puesta. En cambio, y como paradoja, si vive usted en Barcelona y quiere visitar París, sólo tardará seis horas y media en superar el doble de kilómetros, más de mil.

Recuerdo que, allá por el año 2013, se hablaba de que el quimérico Corredor estaba al caer, de que el siguiente año o, a lo sumo, en 2015, el Mediterráneo español dispondría al fin de una red de infraestructuras acorde a su importancia social y económica. Aunque, como suele ocurrir, los compromisos asumidos en período de elecciones suelen desaparecer en la bruma una vez que, el ilusionado ciudadano, deposita su papeleta en la urna.

Recientemente el debate se ha centrado en los supuestos beneficios para la economía, para el transporte de mercancías, que implicaría la materialización de las obras. Se ha dicho incluso que el proyecto es «una infraestructura reivindicada por los lobbies empresariales». Algo de lo que no me cabe duda. Pero ¿y los ciudadanos? ¿acaso no importan?, ¿por qué prácticamente nadie habla de ellos?, ¿acaso no deberían ser la prioridad? Parece que no. Y los mediterráneos, menos aún. Sus provincias aportan al PIB nacional bastante más que otras. A modo de ejemplo, Alicante, la quinta y Murcia, la octava. Y pese a ello, la inversión en beneficio de los habitantes de estas últimas deja mucho que desear.

Desconozco las razones que, en verdad, justifican el perpetuo retraso en la marcha del Corredor. Nadie las ha expuesto. La reales, me refiero. Porque excusas las ha habido y las hay para todos los gustos. Desde cuestiones técnicas incomprensibles para la mayoría, hasta «discrepancias eventuales» durante las negociaciones entre los políticos de las distintas administraciones autonómicas y locales.

Sea como fuere, seguimos sin Corredor. Y dada la situación, sospecho que tardaremos todavía mucho tiempo en verlo. Eso si lo vemos algún día. Salvo que, todos juntos, como ya está ocurriendo, logremos organizarnos y hagamos lo que la ciudadanía de un Estado democrático ha de hacer cuando es reiteradamente menospreciada por sus gobernantes: protestar y constituir plataformas, movimientos, asociaciones y cualesquiera otras formas de organización social para ejercitar nuestros derechos, aquellos que legítimamente nos corresponden, que son irrenunciables, que están fuera del alcance del comercio o de la transacción.

Quién sabe. Puede que, si la presión se torna insoportable, aquellos que deciden se vean obligados a cumplir de una vez sus promesas.

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