EL CONTRAPUNTO

Las lenguas de la humanidad

Siempre he pensado que mi pasión por nuestra portentosa Europa le debe mucho al glorioso mosaico de sus muchos idiomas

Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

Lo dejó escrito en «El viento, la arena y las estrellas» Saint-Exupèry, aquel aviador y escritor angélico: «Para atrapar las claves del mundo de hoy usamos un lenguaje que en realidad se creó para descifrar el mundo del ayer.»

El título que preside hoy este modesto artículo es el mismo que me suele acompañar todas las mañanas, cuando me siento frente al teclado del ordenador: “Les langages de l’humanité”. Lo leo también en letras de oro en el lomo de ese hermoso volumen, el que sujeta las páginas de la obra del lingüista Michel Malherbe, impecablemente editada por los maestros parisinos de la casa Robert Laffont. Es una enciclopedia que recoge a lo largo de sus 1.734 páginas una información valiosísima sobre los más o menos tres mil idiomas que se hablan cada día en este mundo nuestro.

Por ser un libro muy consultado por un servidor de ustedes, llegó a estar éste demasiado castigado por un uso muy intenso. Por eso, hace unos años le encargué a don Rafael Cómitre, el gran encuadernador malagueño, ilustre vecino de la malacitana calle Rafaela, para que a través de sus cirugías mágicas le devolviera al libro lozanía y vigor. Así fue. Magistralmente juntó, unió y cosió las hojas, a las que su arte ennobleció con unas espléndidas cubiertas duras, forradas con tersa piel de cabritilla. Teñida ésta a la inglesa, con el color que los pintores profesionales suelen llamar “verde carruaje”.

Los siete idiomas en los que me suelo defender con mayor o menor fortuna me recuerdan la frágil y limitadísima condición humana. Muchas veces patética en su insignificancia. Sobre todo cuando repaso en la obra de Malherbe las enigmáticas páginas dedicadas a los diferentes sistemas de escritura existentes en nuestro mundo: el cirílico, el griego, el armenio, el devanagari, el gurmukhi, el gujarati, el oriya, el bengalí, el singalés, el dhivehí, el tamul, el árabe, el hebreo, el georgiano, el coreano, el japonés y el chino, ambos en sus diferentes vertientes, el tibetano, el birmano, el thaï-lao, el khmer, el etíope, el mongol, el cri-eskimo, el siriaco, el tifinagh, sin olvidar el siempre emocionante sistema Braille, el que abre tantas puertas para los invidentes.

Afortunadamente pude aprender, siendo muy joven, los seis idiomas que constituyen mi patrimonio íntimo más valioso. Unos años más tarde hubiera sido infinitamente mas laborioso. Incluso imposible. Las lenguas que debo añadir como acompañantes y con respeto al español o castellano, como mi idioma materno. Las menciono en orden del grado de posible perfección - o imperfección - de mi dominio de las mismas: inglés, francés, alemán, sueco, italiano y portugués. Tengo que aclarar que mi segundo idioma, el inglés, es rotundamente británico. Sin complejos. Es el que suelen llamar el «King’s English». Espléndida lengua, otrora imperial, que en estos tiempos ágrafos cada vez se usa peor. Y mi querido francés, siempre cercano, idioma que me encanta leer y oir. Tan razonablemente académico en sus equilibrios entre la latinidad y lo celta. Como mi alemán, que intenta ser leal vecino de la parroquia del augusto Hochdeutsch, al que los suizos llaman el Schriftdeutsch y que quisiera que fuese casi goethiano. ¡Nadie es perfecto! Decían mis amigos escandinavos - entre ellos, Su Majestad la Reina Ingrid, Reina Madre de Dinamarca - que fonéticamente mi sueco puede ser sorprendentemente correcto. En verdad me encanta acercarme a la civilizada musicalidad de la escuela de Estocolmo. Y suelo alejarme sin complejos de los guturales excesos de las modulaciones habituales en Escania, en el sur de Suecia, que tanto recuerda al simpático danés, al que puedo entender y leer sin demasiados problemas.En cuanto al italiano, que amuebla mi corazón, intento utilizarlo sin excesivas concesiones a una pasión sin límites por la Ciudad Eterna y todo lo romano. En cuanto a mi entrañable lengua portuguesa, una pequeña aclaración: la que suelo practicar es más ultramarina, es decir, brasileira, que ibérica. Con cadencias sobre todo salvadoreñas o bahianas. Con perennes «saudades» del siempre añorado del Pelouriño y la luminosa Bahía.

Siempre he pensado que mi pasión por nuestra portentosa Europa le debe mucho al glorioso mosaico de sus muchos idiomas. Creo firmemente que uno de los horrores de lo luciferino suele ser su obsesión por un mundo que excluye a las otras lenguas. Por eso necesito la proximidad diaria de «Les langages de l’humanité»...Docto, imprescindible y sabio libro amigo que lleva en su primera página esta cita de San Agustín: «Más valen los reproches de los gramáticos que la incompresión del pueblo».

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