La vida moderna Merma

Viva mi pueblo

"Ser andaluz merece la pena. Y bien vale un esfuerzo común por defenderla. De verdad. Sin aspavientos ni justificaciones"

El Pali, dando un trago.

El Pali, dando un trago. / L. O.

Gonzalo León

Gonzalo León

Creo que es el primer cuatro de diciembre -o alrededores según el calendario y los días de publicación- en el que voy a escribir de esta fecha solamente con alegría, esperanza y en positivo. Y se me hace raro. E incluso más complicado teniendo en cuenta la costumbre. Y es que hay una jugada -maestra o no- que condiciona mucho las acciones de todos cuando los sentimientos están en el tablero.

Andalucía no es nacionalista. Ni de todos ni de nosotros. No es un pueblo cerril que se aferre a una tela de colores para reconocerse. Es toda ella una voz que se identifica con sus propias sombras reflejadas en los edificios de nuestras calles.

Por lo general, vamos tan sobrados y seguros de nosotros mismos que por el camino se nos quedan en la cuneta las peroratas andalucistas y también -en muchas ocasiones- las posibilidades de defender lo nuestro con una mijita más de firmeza. Se nos escapan oportunidades. Para lo bueno y lo malo. Y quizá deba seguir siendo así. O no. Porque de todo quiere Dios un poquito. Y en muchas ocasiones nuestra región adolece de cierta unión populista de las que hacen que la mezcla endurezca y catalice.

No pasa nada por tirar de colores, banderas y emociones si de lo que se trata es de cohesionar. Porque nos hace falta. Y es positivo que nos creamos de vez en cuando que somos buenos. No mejores que los demás. Pero al menos en el mismo nivel.

Y hasta ahora, la fecha del cuatro de diciembre se estaba convirtiendo en el día idóneo para que parte y parte, en esta España dividida a la que nos obligan vivir las dictaduras de las minorías, se enfrentaran.

Unos, en un extremo, con las banderas de Andalucía tuneadas con la estrella roja de la miseria y el fracaso. Los otros, en el otro extremo, con la repulsa y rechazo absoluto a un símbolo común y la memoria de ese día en el que toda la región dijo eso que dicen las personas buenas cuando, tras mucho abuso, deciden parar. Y espetan eso de «hasta aquí hemos llegado». Y así fue. Y se consiguió la autonomía que nuestra tierra merecía. A pesar de los pesares y las mochilas que acarreaban nuestras ciudades.

Aun así, el cuatro de diciembre siempre ha sido del agrado de muchos en el amplio espectro de la sociedad andaluza pues fueron esos muchos y sus generaciones pretéritas quienes lo protagonizaron. Pero, como todo, con el paso del tiempo y la idiotez supina del personal, se fue pervirtiendo, manchando y ensuciando con quienes solamente saben alzar la voz sin saber qué hablar ni decir.

Por eso, en estos últimos años en los que se celebraba un día extraordinariamente bonito, era menester ir esquivando a todos los tontos habidos y por haber que se arrimaban ante la blanca y verde.

Y como en todo. O al menos en mucho. Ahí estaba en el centro la clase media andaluza medio abandonada y sin referentes. Esa que va tirando. La que era de Felipe González pero también empatizaba con los conservadores pues nuestra tierra es muy de conjugar. De mezclar. De católicos progresistas. De lo que viene siendo la gente normal. La que se siente bien con España. Y con Andalucía. La que se emociona viendo pasar al Cautivo, la Macarena o la Virgen del Rocío aunque no vaya a misa. La que no necesita banderas a diario para recordarle que es de aquí. Pues esa gente es Andalucía desde el dedo chico del pie hasta el último pelo de la coronilla. Y, durante un tiempecito muy apañado, han estado algo dejados de la mano de Dios.

Y parece que las cosas cambian un poco. Y las políticas -de mayor o menor calado según dicten los años- del presidente Moreno Bonilla y la nueva Junta de Andalucía a este respecto ha dejado -nos ha dejado- a muchos con la cara partida. Porque nadie se esperaba estos planes. Porque estamos acostumbrados a que lo andaluz por bandera era más cosilla de gente progresista. O a los antiguos del peneuve andaluz que duraron lo justo.

Y lo que es la vida. Ha sido una gente del PP la que ha arrancado la maquinaria. Y he visto tiendas con las banderas blanquiverdes agotadas. Y hoy se ven muchos balcones engalanados con la nuestra. Y sin miedo. Y sin vergüenza alguna. Y de todos los colores. Y en los colegios también. Y han explicado lo que pasó. Y los niños chicos ya tienen dos días al año para tocar con la flauta dulce el Himno de Andalucía y pintarse la cara del color de la bandera. Y los adolescentes podrán ver cómo un pueblo entero se levantó para decir que su autonomía bien valía un levantamiento popular educado, formal y serio. De todos. Desde los más jipis hasta los más pijis. Pero con arrestos. Y es que ser andaluz merece la pena. Y bien vale un esfuerzo común por defenderla. De verdad. Sin aspavientos ni enfrentamientos para justificar nada. Por eso quizá seamos más libres. De pecado y de pensamiento. Y una gran parte de nuestra gente vivía ávida de alguien que les dijera cuatro cosas y los volviera a levantar. Y parece que vuelve a suceder.

Las banderas que enfrentan y dividen son una verdadera porquería. Las que unen, identifican y generan cosas buenas son estupendas. Y con la nuestra pasa. Ver los colores verde y blanco no transmite nada malo. Siempre es bueno. Porque son casa. Y cada día lo parecen más. Hoy también veremos a majaras renegando. De lado y lado. Pero también a nuevos renegadores. Aquéllos que se sentían propietarios de la identidad de todos y que ahora ven a conservadores colgando nuestra bandera en su balcón. Y eso les arde por dentro. Pero siempre fue bonito ver rabiar a un chalao perdío.

En Andalucía hubo un trovador de las Sevillanas que era El Pali. Y en una entrevista le preguntaron por la guerra y contestó: «En lugar de fabricar misiles, habría que hacer más Pavías de Bacalao». Pues eso.

Viva mi pueblo. Y viva Málaga.

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