Opinión | TRIBUNA

Matías Mérida

Astracanada en el Dique de Levante

La proporción de disparates con el rascacielos del Puerto es demasiado elevada: al lado de lo que estamos presenciando, la conocida astracanada 'La venganza de Don Mendo' sería un sesudo tratado histórico mortalmente aburrido

Impacto visual de la torre del Puerto de 150 metros de altura

Impacto visual de la torre del Puerto de 150 metros de altura / Matías Mérida

¿Se imaginan ustedes a un/a ministro/a de Defensa afirmando que no pasa nada por ser invadidos por otros países, que eso ha ocurrido muchas veces a lo largo de la historia? ¿Se lo pueden imaginar argumentando que las invasiones, al final, son queridas por la población, como ocurrió, por ejemplo, cuando Roma invadió Hispania? ¿Pueden concebir que un/a ministro/a de Medio Ambiente defendiera que los parques nacionales deben reducir su superficie al mínimo para no afectar a la expansión inmobiliaria?

Estas declaraciones vendrían a concluir que los ejércitos o los parques nacionales son irrelevantes y prescindibles, pero lo más llamativo de ellas sería que fueran formuladas, precisamente, por los máximos responsables de los Parques Nacionales o del Ejército, los que más deberían defenderlos.

Hace unas semanas, el ministro de Cultura, Miquel Iceta, afirmó, en relación al rascacielos que se pretende erigir en mitad de la bahía de Málaga, que la decisión de permitirlo o impedirlo no puede obedecer a gustos personales (algo en lo que todo el mundo está de acuerdo: para eso está la ley), apoyando su afirmación, paradójicamente, en sus peculiares opiniones y gustos personales sobre la cuestión. Así, comparó el rascacielos del puerto nada menos que con la Sagrada Familia de Barcelona y comentó que ‘cada época tiene su torre’ o que ‘al final la torre será querida’.

No se quedó ahí. Respecto a la declaración como BIC de la Farola, dijo que no podía ser que un monumento condicionara la actividad del puerto. Por definición, es imposible que un faro condicione negativamente la actividad de un puerto; al contrario: la facilita. Resulta evidente que lo único que condicionaría sería la construcción de un rascacielos, una instalación no portuaria, en el interior de un puerto. Obvia el ministro que dicho rascacielos, además de afectar de forma palmaria a la contemplación del monumento, provocaría, irremediablemente, el apagado de la Farola, afectando por tanto de forma directa y negativa al monumento que, como Ministro de Cultura, debe defender.

El problema no es sólo la desconfianza que genera que un ministro realice comentarios carentes de rigor técnico o científico, sino que en ellos se desliza, entre otras, una idea peligrosa: se puede hacer cualquier cosa que al final (no sabemos cuándo sería ese final) la gente se acostumbrará (más bien, se aguantará). Este argumento, por llamarlo de alguna forma, serviría para el rascacielos del dique de levante y serviría también para cualquier disparate que se le ocurra a cualquiera, en el lugar que se le antojara. ¿Por qué no, por ejemplo, junto a la catedral? ¿Para qué, por tanto, proteger determinados edificios o lugares? ¿Para qué mantener la protección del paisaje en la legislación cultural o ambiental? ¿Qué sentido tendría, en definitiva, la ordenación del territorio y la planificación urbana?

Que estos comentarios los haya pronunciado el ministro de Cultura reviste una gravedad añadida. Los realiza el máximo responsable de la defensa del patrimonio en España, y el que debe ocuparse de garantizar la protección integral de un Bien de Interés Cultural, como será (si no hay nuevos bandazos) la Farola. Por si fuera poco, este flagrante ninguneo del paisaje lo realiza nada menos que el titular de uno de los dos ministerios encargados de la aplicación del marco legal que impulsa la protección y ordenación de los paisajes en España, el Convenio Europeo del Paisaje. Una contradicción verdaderamente insostenible.

Por otra parte, el pensamiento de Iceta no es si siquiera original. En el ya largo periodo de tramitación del rascacielos del puerto, hemos venido escuchando otros argumentos de similar rigor científico y calado intelectual.

Antes de la comparación con la Sagrada Familia, ya se le equiparó, sin ningún rubor, con la torre Eiffel. El paroxismo se alcanzó con otro notable pensador, Ramón Calderón, que lo comparó nada menos que con Jesucristo, al que, en sus palabras, al principio tampoco nadie lo quería. Esto último es exagerado: algunos no solo quieren el rascacielos, sino que incluso lo veneran.

En realidad, toda la tramitación del rascacielos del puerto está plagada de episodios que merecerían formar parte de la mejor tradición cómica de nuestro país. Comencemos recordando un clásico, la famosa frase del ya caducado informe ambiental que venía a decir que el impacto visual del rascacielos se solventaría modificando la posición del observador; es decir, mirando para otro lado. Sigamos con las llamativas comparaciones empleadas por sus promotores, como, por ejemplo, con el nuevo estadio de fútbol (¿?) de San Mamés, en Bilbao, o con el hotel María Cristina, de San Sebastián, de 1912 y de solo seis plantas. En este capítulo de argumentaciones excéntricas, se llegó a afirmar que la explanada del muelle 9 del puerto, dispuesta horizontalmente sobre la lámina de agua, tendría más impacto visual que un edificio vertical de 150 metros de altura, atacando así no ya a las reglas elementales del impacto visual, sino a las propias leyes de la óptica.

En este contexto ya de por si esperpéntico, el propio Ministerio de Cultura, que había abierto expediente por expolio al paisaje al advertir la existencia de indicios suficientes, lo cerró después del último cambio de ministro y de secretario de Estado. El argumento utilizado fue, más o menos, que no existían en el marco legal criterios concretos para la evaluación del paisaje. Más allá de que el mismo organismo pueda afirmar una cosa y la contraria (¿no conocían el marco legal al abrir el expediente?), según este razonamiento haría falta que los criterios técnicos concretos estuvieran recogidos en la ley. Esto es algo absolutamente insólito en todas las restantes materias recogidas en las leyes patrimoniales y de impacto ambiental.

Siguiendo exactamente la misma lógica, en Cultura tampoco podrían calibrar la importancia o la autenticidad de una obra pictórica, ya que la ley tampoco contiene una fórmula que se pudiera aplicar para dilucidar estas cuestiones. Lástima de los manuales de impacto paisajístico y de tantos artículos científicos, despreciados por el ministerio encargado de velar por el paisaje. Lástima de investigadores y grupos de investigación, nacionales e internacionales, dedicados al estudio del paisaje desde hace décadas y que podrían haber intervenido en calidad de expertos.

El cierre del expediente de expolio incluye recomendaciones que tampoco tienen desperdicio. Por centrarnos en una, se vuelve a la idea de que las grúas del puerto pueden ser tomadas como puntos de referencia para determinar la altura del rascacielos. Esto es, lo diga quien lo diga, totalmente erróneo, y además refleja un desconocimiento alarmante del concepto de paisaje, recogido de forma muy clarita en nuestro marco legal sobre paisaje, el Convenio Europeo del Paisaje. Ya cuando los promotores intentaron colar esta idea, la propia Gerencia Municipal de Urbanismo estimó improcedente utilizar esta comparación y así aparece recogido en el expediente. Resumamos, una vez más, por qué: las grúas no son edificios macizos; son, además, móviles y, por si fuera poco, coyunturales. Y lo más importante: las grúas forman parte del paisaje portuario, y un rascacielos, se mire con la amistad con la que se mire, no.

Ciertamente, las peculiares actuaciones de los responsables de Cultura no se reducen al ministerio. En su día, la anterior consejera de Cultura y Patrimonio Histórico (repito: Cultura y Patrimonio Histórico) anunció que la Junta de Andalucía alegaría contra la resolución de incoación de BIC de la Farola. El motivo, hablando en plata: que se protegía demasiado a la Farola. Uno podría esperar que un constructor, incluso un concejal de Urbanismo y hasta un consejero de Turismo (este último con miopía galopante, claro está) se llevaran un sofoco con la protección de la Farola. Pero que fuera precisamente la consejera de Cultura y Patrimonio la que anuncie la alegación es algo sencillamente imposible de entender. ¿Se imaginan un consejero de Agricultura alegando contra un programa de la UE porque los agricultores andaluces recibirían demasiado dinero? Pues eso.

La concejala de Cultura del Ayuntamiento de Málaga, al menos, ha venido evitando pronunciarse de forma explícita, hasta prácticamente estos últimos días, en los que la sensatez parece, por fin, imponerse. En todo caso, debemos recordar que el paisaje forma parte del patrimonio y de la cultura, tanto como un jardín histórico o unos restos arqueológicos, y que por ello su defensa es también responsabilidad de la Concejalía de Cultura. Más aún si el paisaje afectado incluye un monumento incoado, como la Farola, que debe tener un entorno de protección que impida, como dice la ley, que se perturbe su contemplación, y que garantice que pueda seguir funcionando como faro.

Quizá todo este cúmulo de excentricidades sea, simplemente, una consecuencia lógica de la trascendencia que ha adquirido la reacción ciudadana contra el rascacielos del puerto. Cientos de artículos de opinión, miles de firmas, récord de alegaciones. Pero, aun así, la proporción de disparates es demasiado elevada: al lado de lo que estamos presenciando, la conocida astracanada La venganza de Don Mendo sería un sesudo tratado histórico mortalmente aburrido. Aunque, al fin y al cabo, la astracanada es un género literario: quizá esto explique que la administración de Cultura se esfuerce en defenderlo y en potenciarlo.