He visto jugar a Pelé

El Dios Padre de la Trinidad completada por Maradona y Messi estrenó la figura del ídolo contemporáneo

Pelé.

Pelé. / Marcelo Sayao

Matías Vallés

Matías Vallés

Fin de año y de ciclo, queda clausurada la estirpe de los deportistas hechos a sí mismos, fabricados a mano. A partir de Pelé, empieza la cultura del fútbol de laboratorio. Las estrellas actuales del balón debutan con peluquero y psicólogo, ambos igualmente decisivos en su evolución.

Cualquier adolescente que despunta en fútbol tiene más fotos en Instagram, más vídeos en Youtube, más seguidores en las redes asociales que Pelé en toda su historia deportiva. Y sin embargo,

o cultivar su exclusividad original. Son productos de granja, imitaciones. Cuando se compara a todos los pintores posteriores con Picasso, se fija la supremacía del malagueño, su rango de patrón oro.

El autor del Guernica no es una metáfora errónea para Pelé, en el mismo sentido en que Leonard Cohen resumió que «Bob Dylan es el Picasso de la música contemporánea». También el futbolista disfrutaba del derroche innato de facultades. No jugaba al fútbol, lo definía, en el sentido en que el balón desobedecía a la física para atenerse exclusivamente a las órdenes transmitidas con sus pies.

Ha llegado el momento de efectuar la confesión crucial de este artículo, he visto jugar a Pelé. Quede claro que otros más jóvenes habrán saboreado más largamente la memoria histórica de sus partidos, pero pertenezco a la generación que debutó a la vida consciente contemplando al astro deslumbrante sin conocer el resultado de antemano, la única forma de valorar a un deportista. A cientos de kilómetros de distancia, nuestros corazones palpitaban con la misma incertidumbre. Por supuesto que es una exageración, yo no sabía de lo que sería capaz el brasileño, mientras que él tenía sobrado dominio de su pericia letal.

 En mi mente se depositaron para siempre las imágenes borrosas, por la calidad limitada de los receptores de la época. Aunque a los once años no tenías todavía la impertinente vanidad de explicarlo, te daba la impresión de asistir a una sesión de brujería. Y hasta donde el televisor permitía apreciarlo, el fenómeno cabalgaba sonriendo, rebanando un contrario a cada paso.

Pelé llevaba el balón puesto, jugaba descalzo de asperezas, o con zapato de tacón como un Fred Astaire musculado. Fue el primer futbolista que alcanzó el rango de divinidad en su formato contemporáneo. Para quienes no tuvimos otra opción que vivir aquellos años en blanco y negro, emparenta con la dimensión mítica de otros deportistas que hemos visto, como Cassius Clay. O como Eddy Merckx, sin duda el más compacto de todos los citados, también el que creíamos más fácil de replicar porque se trataba en el fondo de subir a una bicicleta y de no dejarse adelantar por nadie.

Pelé es arte, la cuarta dimensión de la ciencia del balón, el prefacio de la cotización estratosférica alcanzada por el fútbol. Una vez demostrada su condición de Dios Padre, encabeza la Trinidad completada por Maradona como el Hijo pródigo y Messi en el papel de Espíritu Santo.

El ganador del último Mundial destila las enseñanzas de Pelé en tiempos más difíciles, en los que cada defensor supera a la divinidad en condiciones atléticas.

Nadie podía jugar como Pelé, pero nos traspasó la alegría contagiosa del monstruo que ganó un Mundial antes de nacer. De hecho, la leyenda de Brasil, el miedo que inspira, sigue más basado en la figura agigantada del patriarca que en las capacidades concretas de la escuadra canarinha, según quedó demostrado en Qatar.

Pelé nos demuestra que todos los deportes son individuales. Corrijo, que todas las vidas son individuales. Se erigió en el antecesor del jugador franquicia, perfeccionado por Michael Jordan, alrededor del cual orbitaban los jugadores de la NBA, amigos y enemigos. Ha desaparecido la medida de todas las cosas futbolísticas pero, quienes hemos visto jugar a Pelé, nos despedimos en su tercer Mundial de México’70. Fuera del estadio parecía tan incongruente como Cassius Clay, pero eso es otra historia que no necesitábamos haber visto.