El contrapunto

¿Una Málaga irredenta?

Varios cruceros coinciden atracados en el puerto de Málaga

Varios cruceros coinciden atracados en el puerto de Málaga / Gregorio Marrero

Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

Se podría pensar que la inquietud por la redención de nuestros paisajes y patrimonios naturales y culturales raramente llegó a quitar el sueño de los jerarcas de mi Málaga, la capital de la provincia. El lugar donde nací. Incluso parece que al final tampoco llegó esa preocupación a los entonces responsables malacitanos de los destinos de Torremolinos, la entonces simpática y todavía no masificada barriada de la capital. La que al principio llegó a tocar el cielo de los escogidos. Fui testigo de sus prodigios y sus magias. Confieso que mis recuerdos de Torremolinos todavía me emocionan. Ernest Hemingway, a través de uno de sus personajes favoritos, Robert Jordan, el que fuera el protagonista clave de su gran novela, ‘Por quién doblan las campanas’, se preguntaba si había algún pueblo peor tratado por sus clases dirigentes que el español. Por supuesto no es así. Otro americano, también escritor, Paul Theroux, se preguntaba sobre las motivaciones del ensañamiento y la codicia de aquellos que estaban convirtiendo parte de las costas del Mediterráneo español, las que incluían algunos de los paisajes más hermosos de ese mar mágico, en una interminable pesadilla de cemento. Como llegó a proclamar el maestro Theroux, en algunos momentos se percibía una falta de sensibilidad y una brutalidad que parecía copiada de la de los expoliadores coloniales de otros siglos y otras latitudes.

Recuerdo, en diciembre del 2013, mi regreso a Marbella, después de una estancia institucional de dos semanas en Suiza. El retorno a mi pueblo, Marbella, tuvo momentos surrealistas. Me llegó a parecer un viaje hacia atrás en el túnel del tiempo. Me encontré entonces con una intensa polémica en las calles y plazas de esa ciudad, la que mi corazón ve como mi pueblo y a la que tengo mucho afecto. Por ser protagonista de un pasado tan prodigioso como admirable. Me comentaban consternados, convecinos y amigos de toda la vida, que parecía que el entonces equipo de gobierno del Ayuntamiento de Marbella, estaba aparentemente deslumbrado con el hallazgo de un nuevo filón para llenar las arcas municipales. Según me decían, muchos temían que podría tratarse de otro nuevo y aún más tóxico maná, como los del movimiento gilista, de infausta memoria. Se comentaba que algunos querían llevar la luz verde municipal a proyectos de torres monstruosas de 50 plantas, repartidas por el martirizado término municipal de la famosa y no siempre comprendida ciudad.

En el otro extremo del espectro, me cuentan buenos amigos ginebrinos, a los que conocí en 2013 en reuniones de trabajo de la Convención Europea del Paisaje, que tienen sobrados motivos para estar de enhorabuena. Aquel año y en aquellos casos, la mayoría de los ciudadanos de Ginebra, consultados por sus autoridades, votaron mayoritariamente a favor de la instauración de garantías totales que permitieran una conservación medioambiental sin concesiones ni fisuras. Especialmente en todas las zonas verdes que bordean el lago Leman. Actuaciones como éstas nos permiten comprender lo que hace posible que la industria turística helvética siga siendo un monumento a la conservación de la naturaleza, a un espléndido sentido de la grandeza de la cultura y las virtudes ciudadanas y sobre todo un homenaje a la ética y la inteligencia.

Por eso sigo recordando con emoción y gratitud una fecha muy importante: La del 10 de enero del 2014. Ese día los medios de comunicación de la Costa del Sol confirmaron que el pleno del Ayuntamiento de Marbella finalmente había vetado la construcción de rascacielos en su término municipal.

Es una curiosa coincidencia el que ocurriera algo parecido en Goa, aquella antigua colonia portuguesa en tierras de la India. El pueblo se echó entonces a la calle para rechazar las atrocidades urbanísticas que las autoridades de la provincia intentaban imponerles. Los ciudadanos de Goa sabían que su ciudad y su entorno eran una joya histórica y turística. En muchos aspectos, también eran un tesoro único. Como Málaga y Marbella y tantos otros lugares de España que lo han sido y deben seguir siéndolo. Parece que ellos, como los ginebrinos, también sabían que con los patrimonios sagrados no se juega. Al final ganaron. Y el resto del mundo también.

Por supuesto, lo supieron los marbellíes de nacimiento, corazón y adopción. Lo que se jugaban aquellos días. En aquel mes de diciembre de 2013. Al final el pueblo se unió para conseguir que los gobernantes locales anularan aquel peligrosísimo cambio de rumbo del urbanismo ciudadano. Operación siempre potencialmente peligrosa cuando una ciudad es excepcional. Fueron unos días afortunados para Marbella. Para su presente y su futuro. El proyecto de los rascacielos finalmente fue anulado.

Con todo respeto por la maravillosa ciudad en la que tuve la buena fortuna de nacer, mi Málaga del alma, es obvio que muchos malagueños necesitan ahora las mismas dosis de sensatez, fortaleza de espíritu y visión de futuro, además de amor y pasión por su tierra. Las mismas que sintieron los marbellíes de hace casi nueve años. Creo que hoy es necesario el saber oír las advertencias de aquellos malagueños que temen la posible destrucción de uno de sus grandes patrimonios existenciales: su puerto milenario. Una de las joyas sagradas del Mar Nuestro, el Mediterráneo. Acabamos de leer recientemente en las páginas de este mismo periódico un elocuente aviso para navegantes. En él, los expertos de Icomos han vuelto a desaconsejar el proyecto del posible rascacielos del puerto de Málaga. Incluso han llegado a censurar a un ministro del Gobierno de España. Nada más y nada menos que el caleidoscópico ministro Iceta. Por la excesiva tibieza y frivolidad de sus recientes declaraciones sobre la citada edificación y sus posibles amenazas para una gran ciudad europea como es Málaga.

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