Mis días marinos

Bares, qué lugares...

Una imagen de archivo de la Casa del Guardia, en la Alameda Principal de Málaga.

Una imagen de archivo de la Casa del Guardia, en la Alameda Principal de Málaga. / L. O.

Mariano Vergara

Mariano Vergara

Hemos grabado el programa de radio ‘Del puente a la Alameda’ en Onda Color, que casi ninguno de vosotros conoceréis. Es una emisora comunal con audiencia amplia en barrios y pueblos, que quincenalmente hacemos Paco Carbonell, Berta Gonzalez de Vega, Javier Alegre y yo. Obviamente gratis, que es lo normal en este país neofranquista y postsoviético en el que todo lo referente a la cultura o mundos adyacentes son considerados como una especie de idiotez de la que con ayuda divina se puede llegar a vivir muy bien, pero sin derecho a contraprestación alguna, salvo si se trata del mundo museístico, en cuyo caso, casi todo suele estar justificado. O esa es la impresión. La figura del derecho romano de la prescripción adquisitiva debe estar en la base de alguna de estas instituciones incomprensibles.

Después de «robar» en el área de cultura – lo único que he robado en mi vida han sido libros - algunos pequeños y bellísimos ejemplares de libros en torno a mínimas circunstancias de la vida picassiana, vamos a comer a calle Tomás Heredia, después de una hora de discusiones sobre la novela de Miguel Ángel Oeste, ‘Vengo de ese mundo’, que no he leído, pero que Berta me ha prestado y sobre la cual volveremos, en relación con la crueldad (en este momento de la lectura, alcen las manos y hagan un gesto asertivo con dos dedos de cada una de ellas a ambos lados de la cabeza como si estuvieran jugando a un absurdo y visible mus… es lo que se lleva) y en general sobre situaciones, circunstancias, violencia y vivencias del mundo de ayer no tan lejano. Vamos a La Dispensa, un genuino italiano en calle Córdoba en el que Fabrizio, siciliano, hace una maravillosa pasta al dente con nata, chorizo picante y trufa, al modo de la amada Umbria, que me parece estar oliendo en la plaza de Todi en la ingrata y abandonada memoria. Mortadela con aceite de oliva y orégano y ensalada de alcachofas. Una delicia de grappa y a volar. En la imaginación.

Hasta aquí la belleza luminosa y mediterránea. A partir de aquí empieza la oscuridad de la noche. Tomo el título de estas líneas de una hermosa canción de un grupo musical de los que rellenaron el vacío de nuestras vidas en los antiguos años del mundo de ayer. Había gente leída y capaz de llamar a las cosas por su nombre. Hay que ser culto para formar un grupo de música y llamarlo Gabinete Caligari. Hay que saber lo que es el expresionismo alemán y el terror del cine mudo y el doctor Mabuse y Murnau y Caligari. Y los crímenes del museo de cera, que mi madre me contaba de pequeño, mientras ella sentía el mismo miedo que yo. Y hay que haber pasado muchas horas en esa maravillosa institución mundial, la barra de un bar, a punto de desaparecer en aras de alguna tontería seudo norteamericana, cuando no existe ni una gran película yanqui sin una barra, desde el saloon del Oeste de olor a pólvora y música irlandesa en el silencio de la entrada de un pistolero al bar, hasta el dolor solitario de algún Monty Cliff atormentado, solitario y demacrado, acodado a la barra de algún bar en la calle cuarenta y dos, mientras suena Lonnie Johnson cantando ‘Another night to cry’ junto al mundo pordiosero de los homeless cerca de Grand Central Station. Tampoco falta una barra en blanco y negro en el mundo de Garci, ni en el triste neorrealismo italiano, ni en los pubs de la época de ‘El sirviente’. Ese mismo mundo que muchos de nosotros empezamos a vivir a los dieciocho en el centro de Málaga

Era una sensación de libertad constreñida ir a la Casa del Guardia por los pajaretes, o a la Valpeñense en la plaza de Uncibay a tomar un montadito con una caña. Tampoco teníamos para mucho más. Dos o tres cañas y llegar a casa esperando que tu madre no te dijera «hueles a alcohol». Y un poco después el tiempo nostálgico de Tabanco, antes de que esa institución de la historia de la Caleta, que es el gran Coco Garret fuera rico, mientras se las daba de malo y te advertía de que «los intereses de su cuenta siguen aumentando, señor», a pesar de que seguía fiándonos a todo el barrio, incluso pimientos rellenos, albóndigas y redondo en salsa y jugábamos al mundo nuevo del bingo en un cálido ambiente de tabaco y whisky. Aquel mundo maravilloso del que no todos sobrevivimos, en el que a medianoche ya bien cargados comprábamos porcelanas, o pinturas de la Málaga del XIX, que a través nuestra, pasaban de una familia a otra y uno al día siguiente pensaba y se decía en voz alta «y ahora cómo voy a pagarle yo esto?». Noches felices de vino y rosas, de enamoramientos escondidos, o truncados, de miradas esquinadas a quien te obsesionaba, a la vez que aguantabas algún rollo inoportuno y pesado de alguien que pensaba que contigo había alguna posibilidad, sin saber que jugábamos en ligas diferentes. Y después ir a Los Chumbos, a casa de Pedrito Gomez Temboury, con el que tanto quise, mientras literalmente los dos nos partíamos de risa, otro de los grandes personajes de la Caleta al que habría que homenajear, como el más elegante y culto desastre de una mente libre al que la humanidad, la ternura y el dolor le derramaban por los ojos. Noches de felices locuras que acababan en el morro de levante, o en la chimenea de su casa, que ya entonces era el refugio de la belleza y la poesía, mucho antes de que llegara la Fundación Alcántara.

Y después vino la hermosura de las noches de verano en Lemon, en el solar de una casa incendiada en la guerra – ese cáncer total de nuestra historia - en que bailaban los coros y danzas de la Sección Femenina, cuando yo era un niño y no pasaba nada, ni ocurría nada digno de un juicio popular, ni hacían daño a nadie. Solo cantaban y bailaban chicas de toda Málaga al son de la tontería aquella de una malagueña que fue a bañarse a las aguas dulces del mar, que antiguamente eran saladas, hasta que ella se bañó y se volvieron «salás». Aquellas noches inolvidables en las que no había que quedar citados con nadie, porque uno llegaba allí y hacía el paseíllo y se encontraba con amigos, enemigos y desconocidos y las miradas volaban y mi querido tocayo Mariano Martín, uno de los mejores de aquella vida, si no el mejor porque todo lo sabía y todo lo callaba en una sonrisa, te invitaba a un cubata, o dos - la última Mariano – mientras sonaba la mejor música pop de aquel tiempo feliz. Como ‘Teach your children’, aunque ya estábamos todos bien enseñados, o ‘The year of the cat’ y joyas así. Y tú te sacabas el paquete de Fortuna, o de Winston en ocasiones afortunadas, del calcetín en primavera, o de los vaqueros en otoño y repartías entre los presentes, mientras comprobabas que la persona a la que buscabas había llegado y venía hacia ti, con una sonrisa somera que para uno era como la consagración de la primavera en los pasillos solitarios de los Uffizzi gracias al Covid mil años después. Bares, qué lugares tan buenos para conversar…Y a punto de amanecer solíamos subir al tablao de Emi Bonilla en el Camino Nuevo, en el que entre las palmas y zapateaos cansinos de la madrugada, devorábamos algo que llamaban pollo en salsa, pero que a esas horas y en ese estado, te sabía a gloria bendita, sin preocuparte de si era pollo o paloma del parque. Éramos jóvenes, sanos, libres, de piel tersa y rostros soleados y no teníamos miedo a nada. Teníamos la vida por delante, aunque otro día contaré el mundo de Torremolinos, ‘Metro’, ‘Ananás’, la bolera, del que desconozco qué santo de la corte celestial evitó que nos matáramos por la recta del entonces pequeño aeropuerto en los 127 que volaban. Merecía la pena llegar a casa y comprobar que tu madre esperaba en la terraza cuando la luz empezaba a iluminar el horizonte del mar. Qué no daría yo por volver a oír una de aquellas broncas de amanecida, mientras mi hermano Gonzalo me decía «no le hagas caso y sigue adelante por el pasillo».

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