Caleidoscopio

Demolición

Mina de carbón a cielo abierto en Estercuel (Teruel).

Mina de carbón a cielo abierto en Estercuel (Teruel). / Jennifer Woodard Maderazo

Julio Llamazares

Julio Llamazares

El cierre final de la minería supuso el abandono de todos esos elementos (castilletes, lavaderos, maquinaria, vías férreas…) que sirvieron para extraer y llevar el carbón a sus destinatarios y que hoy se oxidan, salvo excepciones, sin remisión o son pasto de la rapiña general. Paralelamente, las centrales térmicas en las que el carbón se quemaba para producir energía eléctrica son demolidas una tras otra, cumplida su misión, sin ningún respeto. A modo de ejemplo, solamente en la provincia de León, en la que hubo tres en funcionamiento, dos ya han sido dinamitadas (Anllares y La Robla) y la tercera, la de Compostilla, junto a Ponferrada, que era la mayor de todas, espera a serlo en cualquier momento ante la impotencia de muchas personas que consideramos que esos grandes edificios industriales forman ya parte del patrimonio paisajístico y cultural de una región que, como las de Aragón y Asturias, contribuyeron al desarrollo de este país con su minería, que arrasó sus mejores paisajes para crear otros nuevos. No se trata de reivindicar la conservación de todos y cada uno de los elementos que conformaron el patrimonio industrial y minero, que es abundantísimo, pero sí de esos más destacados por razones históricas o paisajísticas, como es el caso de la enorme central térmica berciana de Compostilla, en la que tuvo su nacimiento la empresa Endesa, una de las principales compañías energéticas de este país. Las altísimas chimeneas de la central han presidido durante décadas el paisaje de Ponferrada y de medio Bierzo y su falta la notarían sus habitantes tanto como si de las de una catedral se tratara. Como dicen los defensores de su conservación, con el criterio de demolición que se está siguiendo con las centrales térmicas y otros edificios industriales y mineros tras su cierre, en España no tendríamos acueductos ni catedrales ni castillos.

Hay que volver la mirada a Europa para ver cómo en los países más desarrollados de ella conservan sus viejas fábricas dándoles otra función o simplemente manteniéndolas como elementos de identificación paisajística y cultural. Como en España se hiciera años atrás con algunos edificios medievales reconvirtiéndolos, para que no sucumbieran a la ruina, en paradores de turismo, en muchos países europeos antiguas fábricas y edificios surgidos al calor de la industrialización de los dos siglos anteriores han devenido en museos, discotecas o centros culturales y de ocio permitiendo así su conservación como en algunas ciudades de España ha ocurrido también últimamente (el antiguo matadero o la fábrica de Mahou de Madrid o las atarazanas de Cádiz y Barcelona, por ejemplo). Pero parece que fuera de nuestras ciudades lo que ya no se utiliza estorba y ha de arramplarse con ello sin contemplaciones arrasando de nuevo un paisaje que ya había asimilado esos elementos al igual que las personas que lo habitan, cuya sensibilidad y opinión no parecen importar una vez más. No importó cuando se les destruyó el que tenían con enormes construcciones que lo transformaron sin consideración y no importa ahora cuando se destruyen una vez ya integrados en la conciencia de las personas. El tiempo, ese elemento identificador, pasó dejando su pátina, pero nada de eso parecen entender los destructores de un patrimonio industrial que no solo es de sus dueños, sino de todos los que lo sienten suyo. Como esa amiga mía berciana para la que la central térmica de Compostilla era un enorme barco iluminado en la noche cuando de niña volvía de Ponferrada a su pueblo y la veía reflejándose en el Sil y que ahora lamentará su pérdida, si es que se lleva a cabo su destrucción finalmente, como tantos otros lamentamos otras.

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