La Dos

Sobre lo eterno y lo incontable

Tonino Guitian

Tonino Guitian

Siempre que intentaba quejarme de las estupideces de la modernidad, mi amigo Juanjo echaba mano de sabios proverbios aprendidos de sus abuelos y me probaba que ningún tiempo pasado fue mejor. Su mejor argumento eran los avances médicos, a los que confería tal autoridad en su trayectoria ascendente que tan solo lamentaba no poder llegar a los tiempos en los que la ciencia eliminará la muerte de las variables humanas y podamos todos presenciar los avatares de la eternidad. Nunca aclaraba si este asombroso avance de la eugenesia lo realizaría sólo de cabeza presente, sumergido el cráneo en un tarro de líquido amniótico, o si tendríamos que pasar un examen para acceder a ser uno de los elegidos para permanecer para siempre mirando pasar las horas en un fanal protector.

Hablo en pasado porque esta conversación lleva tiempo sin repetirse. No sé si porque la eternidad se descarta con la experiencia, porque su edad ya ha dado por imposible que esta posibilidad, o quizás sea que mi amigo se ha convertido, en su imaginación, en un ser eterno, sumido en una existencia de viejecito clásico que lleva gorra y bufanda cuando hace frío. Ahora ve las cosas pasar a través del imaginario cristal de antirrobo temporal que se ha construido y que le separa de la realidad como si fuera un espectáculo que durará hasta que sus células dejen de dividirse y vuelva el polvo al polvo.

Se confunde cada vez más a menudo la invención con la imaginación, cuando son facultades que se excluyen. La invención se interesa por todos los hechos reales, acompañados o no de imágenes, y los combina. La imaginación puede interesarse en un objeto único, como la inmortalidad, aplicándose especialmente en la intensidad que confiere hacer de ello una imagen. En resumen, la invención existe, en forma de vacuna, por ejemplo, y no es siempre infalible; la imaginación puede ir acompañada de ideales y discursos hábiles de novelista que construye mundos y personajes enteros que viven en un mundo perfecto porque no existe.

Cuando yo cobraba mi sueldo por una ventanilla, miren qué viejo soy, me negué durante algún tiempo a usar tarjeta de crédito. «¡Con lo cómodo que es no llevar dinero encima!» decían mis amigos. Aquello de «lo práctico» nos ha conducido a que hoy, en el futuro, es imposible vivir sin abrir una cuenta corriente. No es de extrañar que los bancos, a cambio de su empeño en hacernos la vida más feliz, hayan cuadriplicado sus monstruosos ingresos y vendan los datos de nuestras compras a compañías de marketing como quien no quiere la cosa.

La imaginación, al contrario de la invención, no tiene marcha atrás en el inconsciente colectivo. Si no hubiera existido jamás la moneda y hubiéramos conocido desde la antigüedad el intercambio económico a través de cuentas invisibles, me imagino a su inventor intentando disuadir hoy a la gente de lo cómodo que resulta perder unos pocos billetes en contra de lo fastidioso de perder la tarjeta. De lo interesante de no dejar rastro de nuestras compras en los vericuetos de las compañías de datos. Del increíble avance de poder discutir frente a un ser humano, a través de una ventanilla, la factura inflada de una compañía de gas, o dejar de pagarla ejerciendo nuestro derecho a réplica sin entrar en la lista mundial de morosos. O al menos disfrutar así de un pataleo.

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