EL CONTRAPUNTO

En aquel ferry canadiense

Victoria era uno de los lugares más ingleses que había visto en mi vida. No sólo por los autobuses rojos de dos pisos

Una ballena jorobada en el can Sutil, cerca de la isla de Quadra, en Canadá

Una ballena jorobada en el can Sutil, cerca de la isla de Quadra, en Canadá / Dave Hutchison / REUTERS

Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

Me había atrevido a salir a la cubierta. En Canadá, en aquellos tiempos todavía se permitía fumar en el interior de los lugares públicos. El viento cortaba como un cuchillo, pero era preferible al aire irrespirable que habíamos dejado en el bar del ferry. Los crepúsculos de esas latitudes son en la época invernal muy tempranos y si el cielo está despejado las últimas luces del día pueden tener la pureza del diamante. El barco hacía el viaje de vuelta desde Victoria, la ciudad más importante de la isla canadiense de Vancouver, hasta la capital continental de British Columbia. También llamada Vancouver. Navegábamos con la proa puesta hacia la mole del monte Olympic, en territorios de los Estados Unidos, iluminado por los últimos rayos del sol. Desde aquel gigante helado se extendían interminables cadenas de montañas, todas cubiertas de nieve.

Mi mujer y yo nos sentamos en un banco de madera, resguardándonos del viento que batía la cubierta.. Lo compartíamos con otra persona. Por lo voluminoso del abrigo de pieles era difícil saber si era, como preguntaban en aquel antiguo concurso de la radio británica, la BBC, mineral, vegetal o animal. Las gentes de British Columbia son amistosas y muy reservadas al mismo tiempo. En realidad Victoria era uno de los lugares más ingleses que había visto en mi vida. No sólo por los autobuses rojos de dos pisos o los “scones” y los “crumpets” que servían para el té o por la impresionante estatua de Su Majestad Británica la Reina Victoria en la explanada del parlamento provincial. El intentar identificar qué o quién era lo que animaba ese montón de pieles podría ser mal interpretado. Se resolvió el dilema cuando se encendieron las luces de cubierta. Una pena. El mar, de un azul cobalto intenso y las montañas iluminadas tenuemente por los últimos destellos del sol desaparecieron. Eso sí. Pudimos comprobar que la persona que compartía el banco era una mujer. Probablemente persona civilizada y seguramente de origen latino.

Nos enteramos que su nombre era Henrietta y que odiaba el olor de los cigarrillos. Su aparente latinidad se debía a una afortunada combinación genética: su madre era esquimal y su padre escocés. La verdad es que si nos hubiera dicho que era andaluza no lo hubiéramos dudado.

Henrietta adoraba a Escocia. Pero no tanto a Inglaterra.Y por encima de todo sentía una profunda alergia ante lo muy inglés. Era obvio que no aprobaba nuestro entusiasmo por la ciudad de Victoria. Hablaba con orgullo de las batallas libradas por sus antepasados paternos en las lejanas tierras altas de Escocia.  Contra las legiones romanas o contra las hordas que les atacaban desde el sur de la frontera. Generalmente todos eran derrotados por aquellos valientes escoceses y sus aliados de entonces, los pictos. El orgullo étnico de Henrietta era también alimentado por las historias que le contaba su padre. Había nacido él cerca de Craig Phadric, en las Tierras Altas. Un bastión de las libertades escocesas. Eso hacía inevitable que la joven Henrietta estuviera tan orgullosa de haber nacido en Kimberley, la ciudad más alta del Canadá, situada como un nido de águilas en las Montañas Rocosas. Para ella indudablemente las montañas eran las banderas de su libertad.

Le conté que Nootka y el estrecho de Georgia, por dónde estábamos navegando, y todas esas islas, Saturna, Mayne, Spender, Galiano, Valdes, Gabriola, habían sido descubiertas en el siglo XVIII por navegantes al servicio del Rey de España. Y que el fuerte español de San Miguel fue el primer asentamiento europeo en aquellas tierras del Far West canadiense. En justicia la isla de Vancouver no debería llevar el nombre de aquel navegante inglés. Durante algún tiempo se llamó la Isla de Quadra y Vancouver, en honor de un valiente explorador y marino español, don Juan Francisco de la Bodega y Quadra. El ferry llegó a su destino y nos despedimos de la joven Henrietta, agradeciéndole su grata compañía. Sospecho que quizás ella pensaba que yo era en realidad un inglés, que para causarle una buena impresión  se había hecho pasar por un español. No estaría nada mal, la verdad sea dicha. 

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