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Neutralidad, palabra maldita desde la invasión de Ucrania

Joaquín Rábago

Joaquín Rábago

En el ambiente militarista en el que andamos en Occidente todos metidos por culpa de la guerra de Ucrania, hasta la palabra “neutralidad” se ha convertido de pronto en palabra maldita.

Resulta significativo que el influyente semanario británico The Economist recomendase en un reciente artículo a los países que siguen llamándose “neutrales” que se adapten a “un mundo nuevo”.

Antes de la invasión rusa de su vecino, media docena de países europeos reivindicaban la condición de neutrales, pero hoy, escribe la revista, el concepto de “neutralidad” es “ingenuo si no algo peor”.

¿Algo peor? ¿Algo tal vez incluso moralmente indecente cuando Washington y sus aliados de la OTAN presionan al resto del mundo para que se sumen a las sanciones económicas occidentales contra la Rusia de Vladimir Putin?

No deja de ser tampoco significativo que el mismo número de la revista donde aparecía ese artículo que desacreditaba la neutralidad llevase un largo reportaje de denuncia de la “dictadura turca que se avecina”.

Que el gobierno autoritario de Recep Tayyip Erdogan encarcela a disidentes y periodistas críticos y viola los derechos humanos es algo que se sabe desde hace tiempo.

Pero lo que más parece molestar a algunos en este momento es que, aun siendo miembro de la OTAN, Turquía no haya aceptado sumarse al boicot antirruso o que ponga, por otro lado, condiciones el ingreso de Suecia en esa organización.

Países como Suiza, Austria, Irlanda, Malta, Suecia y Finlandia se consideraba tradicionalmente neutrales, aunque tras lo sucedido en Ucrania, al menos los dos nórdicos, que seguían siendo neutrales más de iure que de facto, aspiran al ingreso en la Alianza Atlántica.

Pero habría que preguntarse si a alguno de ellos, la condición de “neutral” le ha perjudicado de algún modo o si no le ha sido, por el contrario, más bien beneficiosa.

Acaso el único perjudicado ha sido Finlandia que, a cambio de aceptar la neutralidad, tuvo que ceder a la Unión Soviética parte de su territorio, que incluía Carelia.

Pero hay que recordar que ello ocurrió a raíz de la Segunda Guerra Mundial, en la que Finlandia se alió con la Alemania nazi en un intento de recuperar lo anexionado antes por Rusia y perdió su apuesta.

La neutralidad suiza, que se remonta al siglo XVI y se oficializó definitivamente en el Congreso de Viena, tras la derrota de Napoleón, le ha reportado importantes beneficios económicos gracias sobre todo a su eficientísima industria exportadora y ¿cómo no? a su secreto bancario.

Lo mismo cabe decir de la también pequeña Austria, que logró con su neutralidad evitar la ocupación soviética y supo valerse luego de esa condición y de su posición central de Europa para participar activa y provechosamente en el comercio Este-Oeste durante toda la Guerra Fría.

Es cierto que pude acusarse, por ejemplo, a Suiza de hipocresía al haber aceptado en sus bancos del oro que los jerarcas nazis robaron a los judíos o de haber rechazado en sus fronteras a muchos que huían del régimen de Hitler.

Pero no cabe duda al mismo tiempo del papel positivo desempeñado durante décadas por Suiza, Austria o Finlandia a la hora de acoger algo hoy por desgracia tan desacreditado como las conferencias de desarme y otras reuniones generadoras de confianza.

Ni olvidemos tampoco que la invasión rusa de Ucrania tuvo que ver sobre todo con el rechazo por el Gobierno de Kiev, siguiendo consejos de Londres y Washington, del estatuto de neutralidad que reclamaba insistentemente Putin. ¿Merecen la pena tanta destrucción y tantas muertes?

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