EL CONTRAPUNTO

Vladimir y Véra Nabokov, siempre en el recuerdo

Vladimir Nabokov

Vladimir Nabokov / Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

Vladimir Nabokov, en los años de su portentosa etapa norteamericana decía que la única ventaja que un escritor podría sacar de su colaboración docente con una universidad estadounidense era el acceso privilegiado a las espléndidas bibliotecas de esas instituciones. En la Universidad de Cornell encontró un verdadero filón de obras científicas del siglo XIX. Entre ellas unas dedicadas a los hermanos siameses. Decidió comenzar una novela sobre ellos, dividida en tres partes. Véra, su mujer, le advirtió. «No la terminarás». Doña Véra solía acertar.

Aunque Vladimir Nabokov tenía sinceras dudas sobre su idoneidad como profesor, recuerdo haber oído a gente de Cornell, hace ya muchos años, que comentaban que el escritor dejó una huella memorable entre los estudiantes. Nos contaba el gran John Updike que uno de los alumnos de Nabokov, Ross Wetzsteon, nos dejó un elocuente testimonio en la revista «TriQuarterly». Evocó unos momentos mágicos entre el maestro y sus alumnos, cuando con una pasión casi volcánica les instaba, para cuando entraran en contacto con la literatura con mayúscula y en excelso estado de gracia: «¡Acariciad los detalles!».

Los detalles siempre fueron importantes para los Nabokov. Cuando regresaron definitivamente a Europa, Véra sugirió que las ventajas de pasar el resto de sus vidas en un hotel agradable superarían ampliamente los a veces dudosos encantos de una residencia privada. Suiza fue su primera opción. Y al final la única. Sobre todo los cantones de habla francesa. La lengua perfecta en todos los sentidos. Ambos adoraban el francés. Vladimir Nabokov sentía con auténtico pesar que su alemán no estaba a la altura de su ruso o su inglés. Sabía que el alemán de Véra volaba como un águila real sobre el suyo, más básico. En sus primeros años de ‘emigré’ en Berlín el maestro dio espléndidas clases de tenis, de francés e inglés. Un día le confesó a John Updike que «al mudarnos a Berlín, me acometió un pánico espantoso de que se me estropeara mi precioso sustrato ruso, aprendiendo un alemán erudito, eso sí, con elegancia y soltura». Era obvio que para Nabokov el idioma ruso fue siempre su precioso tesoro secreto, pues al final sería lo único que había podido heredar de su antigua patria.

No lo dudaron. A partir de 1961 el Montreux Palace sería su casa suiza. Para siempre. Ya avanzado el siglo XVIII, Jean-Jacques Rousseau descubrió un paraje idílico en la pequeña localidad de Montreux, en las riberas septentrionales del lago Leman. Las cumbres alpinas en la orilla opuesta y las colinas y montañas que rodeaban aquellos caseríos, diseminados junto al lago y el castillo de Chillon, entre pintorescas arboledas, ubérrimos viñedos y cultivos que no sólo eran de una gran belleza y de una magnífica calidad . Además eran la prueba de que Montreux gozaba de las ventajas de un clima suave. Allí escribió Rousseau «La Nouvelle Héloïse». Medio siglo después, en 1816, Lord Byron compuso, cerca de aquel majestuoso castillo medieval una de sus obras maestras: «The Prisoner of Chillon».

El famoso y refinado hotel, una de las joyas del lago Leman, o el lago de Ginebra, como lo llaman en la Suiza de habla alemana, había logrado cautivar al matrimonio Nabokov. Desde un primer momento. Entre otras cosas, por las vistas del lago y las montañas. Y por su arquitectura neo-clásica. También por sus salones y sus cuidados jardines. Incluso por los famosos toldos amarillos que protegen sus ventanas. Todo era perfecto. A pesar de que la bella ciudad de Montreux es el único lugar del lago Leman que tiene la desgracia de tener que soportar un monstruoso bloque de apartamentos en la misma orilla del lago. De todas formas, no deja de ser una interesante lección para los que vivimos en latitudes más castigadas por la codicia y la ignorancia. Dice mucho en su favor el hecho de que en realidad ese edificio era la única muestra de lo peor de la poco agraciada arquitectura de la segunda mitad del siglo XX. A lo largo de más de 73 kilómetros, nada más y nada menos. Los que hay entre los dos extremos del augusto lago.

Durante décadas, la pasión de los Nabokov por su hotel fue en aumento. Sobre todo desde que decidieron trasladarse a una suite de habitaciones en la sexta planta. Ésta sería su hogar hasta el final de sus días. Un hogar con vistas espléndidas sobre el lago y las montañas vecinas. Sin olvidar dos cosas muy importantes: el que a través de un toque de timbre tuvieran a su disposición el legendario servicio de uno de los mejores hoteles suizos. Y la segunda fue el hecho de que mi buen amigo, Alfred Frei, el legendario director general del Montreux Palace, les autorizara a emplear a una ejemplar cocinera, Madame Furrer, una pundonorosa vecina de Montreux. Ella les prepararía cada día una deliciosa comida familiar en la cocina del apartamento.

Por cierto, Suiza fue para los dos algo más que un país bellísimo, eminentemente civilizado. Sin problemas desagradables, limpio y ordenado. Les tranquilizaba vivir en un lugar donde los que gobernaban no eran ni sus enemigos, ni tampoco pretendían ser sus amigos. Tampoco eran unos peligrosos fanáticos o unos ávidos cleptócratas y mucho menos unos delincuentes desalmados.

El genio múltiple que era Vladimir Nabokov, (no sólo fue un escritor imprescindible en inglés o en ruso, también fue un muy respetado entomólogo) tuvo la suerte de tener un biógrafo a su altura: el profesor Brian Boyd. Nos relata éste que Véra Nabokov le había dicho que la mencionara lo menos posible en la biografía, ya que su marido «tuvo el buen gusto de dejarme siempre fuera de sus libros». Aunque ella hubiese sido fundamental en la vida y en la obra literaria de Vladimir Nabokov. Entre otras cosas, por haber salvado de las llamas a no pocos manuscritos que él intentó destruir. Esas obras son ahora auténticos patrimonios de la mejor literatura universal. En aquel barrio elegante del San Petersburgo de principios del siglo XX, donde la familia Nabokov tenía su casa en el 47 de la calle Morskaya, también vivía la familia Slonim. Véra, la segunda de las hijas de los señores no conoció entonces al joven Vladimir. Sería más tarde.

Vladimir Nabokov nos dejó en julio de 1977. Véra Nabokov fallecería el 7 de abril de 1991. Sus restos reposan junto a los de su marido. A 700 metros escasos del Montreux Palace. Que ambos descasen en paz. Ya he escrito muchas veces sobre ellos. Siempre será un emocionante y grato honor el poder hacerlo.

Suscríbete para seguir leyendo