El ruido y la furia
Quijotes por el suelo

La librería Calders, en Barcelona. / EPC
Siempre me han gustado los mercadillos, las librerías de viejo, los rastros… Casi nunca compro nada, porque no me interesa tanto la adquisición de objetos como la contemplación de esas cosas gastadas, con una o más vidas ya vividas, que siempre me despiertan la inquietud de imaginar quiénes fueron sus dueños, qué fue de ellos, por qué esas cosas, que sin duda algún día fueron queridas, han acabado ahí, en una manta en el suelo, a punto de cambiar de manos por una monedas que se regatean.
El otro día, en uno de esos mercados del olvido, había un Quijote tirado en el suelo. Una edición corrientucha, de esas que se vendieron en su día en quioscos a un precio asequible. Anuncia en su portada que está ilustrado por Doré, pero la impresión es tan mala que la minuciosa obra del francés queda empastada, casi emborronada.
Lo compré siguiendo el sagrado rito del regateo. Tengo una modesta colección de ‘quijotes’, y aunque no me interesaba demasiado esta edición, no tuve alma para dejarlo allí, tirado en el suelo, como si no tuviera ningún valor.
Como hace mucho tiempo que dejé de creer en la casualidad, no he tardado mucho en preguntarme cuánto de metafórico tenía todo esto, después de saber que Penguin Random House, ha modificado las obras de Roald Dahl para adaptarlas y «asegurar que puedan seguir siendo disfrutadas por todos a día de hoy». Si esta nueva oleada de lo que podríamos llamar «puritanismo laico», esta absurda, loca, desquiciada forma de censura e inquisición que nos quieren imponer los bien pensantes, esa «gente de bien» que quiere obligarnos a lo políticamente correcto y que es de la misma ralea que la que en otro tiempo nos obligaba a lo moralmente correcto, a lo religiosamente correcto, esa gente que quemaba libros y brujas y judíos. Si esta gente se ha escandalizado por las brujas o las tías flacas y gordas de los cuentos de Dahl, imaginaos cómo se van a poner cuando se topen con la descripción que hace Cervantes de Maritornes, criada de una venta que aparece en los capítulos XVI y XVII de la primera parte: «… una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera».
No quiero ni pensar en lo que hará la siniestra mano que censura, juzga y condena, con esa definición y con el resto de la obra. Lo que recogí del suelo por piedad el otro día, en un rastro callejero, acabará siendo una pieza subversiva y yo, una vez más, reo del delito de lo prohibido.
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