EL CONTRAPUNTO

Siniestros aspirantes a malignas deidades

Septiembre, en la costa malagueña, puede ser un mes inolvidable. Los días pasan, luminosos y claros, mientras los calores van suavizándose. Y el mar pocas veces será tan hermoso y amable

Interior del restaurante Windows on the World, fotografiado el 4 de noviembre de 1999

Interior del restaurante Windows on the World, fotografiado el 4 de noviembre de 1999

Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

Fue a comienzos del otoño de 1978. El restaurante de Nueva York donde cenábamos se llamaba Las Ventanas del Mundo. The Windows of the World. Se repartían sus mesas por los pisos 106 y 107 de la Torre Norte del World Trade Center, las famosas torres gemelas neoyorquinas. La mayoría de los comensales preferían sentarse junto a las grandes cristaleras. Nos hacían sentirnos en una hipotética aeronave suspendida sobre la isla de Manhattan. A pesar de la competencia de un emplazamiento tan espectacular, en nuestros recuerdos permanecería con nitidez el que tanto la cocina como la bodega y el servicio del famoso restaurante que casi tocaba el cielo fuesen impecables.

Bastantes años después, el 11 de septiembre de 2001, almorzaba con mi buen amigo el ilustre profesor don Serafín Quero, de la Universidad de Dresden. La muy prestigiosa Technische Universität, joya de la hermosa ciudad alemana, a la que seguimos llamando la Florencia del Elba. Estábamos ese día en un encantador restaurante malagueño de la playa de Pedregalejo. Habíamos comenzado a explorar el plato estrella de la casa: los fideos tostados con gambas de la bahía, creación de un joven chef y antiguo alumno de La Cónsula, el maestro Javier Hernández. En ese momento sonó el móvil. Concha, mi mujer, me llamaba, preocupada, desde Marbella. Al principio no pude asociar aquellos dos rascacielos hermanos de Nueva York, donde estaba The Windows of the World, con el objetivo de un monstruoso ataque terrorista que ella intentaba describirme.

Septiembre, en la costa malagueña, puede ser un mes inolvidable. Los días pasan, luminosos y claros, mientras los calores van suavizándose. Y el mar pocas veces será tan hermoso y amable, como lo fue en aquellos momentos, con azules claros y tersos. Los bañistas se movían en la playa como figuras en un friso, tan lejano como inocente. Protegido por un escudo que un día quizás forjaran antiguos dioses, ya olvidados.

Me vinieron a la memoria otros recuerdos, mientras mi mundo luchaba inconscientemente por volver a la aromática realidad de aquel plato marinero y portador de sabores milenarios. Durante unos momentos mis recuerdos se centraron en un tren de los ferrocarriles belgas, ya al final del corto trayecto entre Bruselas y Amberes. Pensé entonces que habría un incendio en las cercanías de la estación. Bomberos, policía, ambulancias y esa sensación de ser víctima de un seísmo que hace que el cristal de la vida cotidiana salte por los aires.

El día anterior había concertado una entrevista con la directora de una importante agencia de viajes en la Hovenierstraat, la calle de los diamanteros judíos de Amberes. Gran amiga de España y del hotel de Marbella en el que yo trabajaba entonces. Le rogué que me recibiera lo más temprano posible. Tuvo que hacer un esfuerzo para buscarme un hueco en su agenda. Y eso me salvó la vida. Media hora antes de mi llegada a Amberes, una bomba colocada por unos terroristas islámicos había despedazado a una decena de inocentes viandantes en la Hovenierstraat. Los explosivos estallaron junto a la sinagoga, en plena calle. Y a unos centímetros de mi itinerario. Fue el 20 de octubre de 1981. Fue algo terrible.

Y así regresó la eterna interrogación sobre las cartas que nos tocan y que algunas veces quizás no nos merecemos. Ni las buenas ni las malas. Como las cartas de aquellos inocentes a los que alguien ya había sometido a una cruel sentencia, sin apelación posible. Emanada ésta de los laberintos cerebrales de un malévolo aspirante a príncipe de las tinieblas, con pretensiones de convertirse en un día en una majestuosa y tóxica deidad. Como en las ciudades y en los campos de Ucrania, Pues entonces yo no sabía que un ciudadano ruso, un tal Vladimir Putin, ya había frecuentado en muchas ocasiones las calles de mi amada Dresden, la ciudad sajona, doblemente sagrada, por su belleza y su martirio. Entonces el diligente camarada Putin solo sería un joven y pundonoroso miembro de los servicios de inteligencia y seguridad de las fuerzas de ocupación soviéticas en la Alemania oriental: la temible KGB. La reunificación alemana, la caída del muro de Berlín y la desaparición de la DDR le obligó entonces a regresar a su Rusia natal. Quizás ese personaje y un servidor de ustedes admiramos un día en Dresden los mismos puentes y los mismos edificios barrocos y, por supuesto, los mismos árboles. Y me atrevo incluso a añadir a la lista los mismos y gráciles monumentos palatinos de la ciudad mágica. Por supuesto,el resto de esa historia ya lo conocen ustedes. Pues la sombra amenazadora de ese oscuro personaje se cierne hoy sobre un mundo tan injustamente aterrorizado. Un mundo que no merece tantos horrores. 

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