Opinión | EL RUIDO Y LA FURIA
Medardo
Me siento a escribir en la mañana del 9 de marzo. No sé por qué, pero de repente me acuerdo de que hoy hace diez años que se murió Medardo Fraile (le faltaban cuatro días para cumplir ochenta y ocho años) y a la actualidad se la lleva el poniente fuerte que anda desordenando el mar. Quizás sea yo el único (familiares aparte), que se acuerde de esto. En España solemos esperar a los números redondos para conmemorar lo que merece siempre ser conmemorado. Y también es probable que a Medardo nadie le prepare un recuerdo en su centenario. Y sin embargo…
Debía ser 2004 o así. ‘Páginas de espuma’ acababa de publicar sus cuentos completos y yo acababa de comprarlos cuando me invitaron a participar en un congreso sobre cuento corto que se celebraba en Granada. La estrella invitada era Medardo Fraile.
El congreso diversificó las actividades. Las lecturas en la sede ‘oficial’ se reservaron para los consagrados y al resto, a quienes formábamos parte de la tropa de relleno, nos dividieron en bares, pequeñas salas, plazuelas… A mí me tocó en un bar en el que la mitad de la gente había venido a escucharnos y la otra mitad a jugar al dominó. Fue difícil leer allí, con el bullicio del seis doble y las comandas cantadas por los camareros, pero más difícil se hizo todavía cuando descubrí entre el público a Medardo Fraile escuchándome con mucha atención.
Cuando terminé de leer mis pobres cuentos, uno de los organizadores del congreso nos presentó. Emprendimos la marcha hacia donde iba a tener lugar la lectura del maestro. Yo iba entusiasmado, en silencio, oyéndolo hablar con aquella calma que tenía para decir las cosas. Medardo hablaba igual que atardece en junio.
Al llegar al lugar de la lectura le preguntó a su mujer si tenía ella el libro. «Naturalmente que no», respondió. Momentos de desconcierto. «¿Y qué hacemos ahora, cómo leo?», se preguntó a sí mismo, desolado. Yo saqué de la mochila mi libro recién comprado y se lo tendí. La mirada de sorpresa y gratitud, la sonrisa socarrona, me hizo sentir, por un momento, que ese gigante del cuento corto en español y yo íbamos a tener algo en común. Cuando terminó la lectura me devolvió el libro con una dedicatoria en la que me llama cuentista y amigo, dos cosas que me hubiese gustado ser.
No volví a verlo. Tras su muerte se publicó una nueva edición de la obra, a la que se añadieron los tres o cuatro cuentos que escribió o publicó en los años siguientes a aquella primera edición que yo compré, la incompleta, pero que tiene su firma, su gratitud, su complicidad, y una bonita historia para recordar y contar a los amigos en la sobremesa.
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