725 PALABRAS

Ruidos

Vergonzoso el ruido atronador de los que dicen poder, que, en pureza, no pueden nada más que alumbrar ruido y más ruido

Juan Antonio Martín

Juan Antonio Martín

El ruido, los ruidos, y sus viceversas, son fuentes de fecundas metáforas. A veces, a la pluma hecha tecla se le antoja escribir sobre los silencios estruendosos, sobre las estridentes pausas, sobre los pensamientos alborotados, sobre el chirrido las ideas ausentes, sobre los estruendosos abrazos, sobre los apegos fingidos... Y cuando ello ocurre los actores de la obra se descubren y se retratan en su calidad de «salvadores de la patria» y, entre todos, montan un belén como el monumental belén que sus excelentísimas señorías montaron el pasado día 7 de los corrientes, que bien merecería un titular tan rotundo como novedoso:

«El gobierno de España vota contra sí mismo. Una lección de elegancia ausente y de gilipollez presente». Vergonzoso el ruido atronador de los que dicen poder, que, en pureza, no pueden nada más que alumbrar ruido y más ruido, mientras que se empeñan en retorcerse el brazo y, de paso, malhadadamente le retuercen el brazo a España, esa España mía, esa España nuestra, tan malparada en la foto fija del ejercicio mediante el que se ganan la vida demasiadas señorías mal señoreadas que empiezan a dar serias y claras pistas de la impresentabilidad de España para ejercer sus capacidades ambidextras, que las tiene. Demasiado algodón de azúcar coloreada envenenado... Y, conste, ningún país, ningún estado, ningún gobierno moderno puede articularse funcional y eficazmente con un solo brazo. Los estados mancos son estados onomatopéyicos y minusválidos.

El ruido del día 7 de marzo de 2023 quedará en los anales de la historia como el de la demostración de que en la política patria sobran los extremos extremosos extremadamente extremados. Demasiado ruido inútil y pocas, muy pocas, nueces, nuezas y nuezos en el universo de esa política que, bien entendida, podría convertirse en la verdadera esperanza de los pueblos. Kierkegaard, quizá el mayor representante del existencialismo, intuyó la payasada del pasado martes cuando nos lego aquello de «la gente exige la libertad de expresión como una compensación por la libertad de pensamiento, que rara vez utilizan». Simple y llanamente vergonzoso.

Quizá, algunos no debieran perder ni un nanosegundo para instruirse con urgencia en el significado del vocablo palinodia e ipso facto actuar en consecuencia. Sí, lo sé, mi candidez no tiene límite...

Distintos son los ruidos nobles, que tienen todo que ver con la celsitud y que, salvo intervención Dextera Domini, siempre serán ajenos a la política en la que nobleza solo existe como truculenta moneda de cambio a plazo fijo. El ruido noble forma parte del ruido emocional que es la polaridad del ruido político y cabalga a lomos del verso libre del viento.

La política adocena y condiciona ya desde el primer cachete con el que el obstetra de turno nos da la bienvenida al mundo y nos entrega solemnemente a la fatuidad, que, como recurso, se ha convertido en la partitura del ruido que no cesa y en el machete cercenador de la completitud del ser humano que, castrado por el ruido, se conforma aspirando a las canonjías y a las covachuelas.

De más en más las emociones quedan en manos de la política ortopedizante, hasta el punto de que a estas alturas de la vida han perdido la flexibilidad de sus articulaciones. Las emociones encorsetadas por la norma vagan como momias por el neocortex, que jamás es ni será el universo de una emoción. Valga la sensibilidad de Serrat como ejemplo del encorsetamiento al que me refiero: «niño, deja ya de jugar con la pelota, niño eso no se dice, eso no se hace, eso no se toca...». ¿Para qué imbuir a los peques la libertad basada en sano el binomio elección-consecuencia, ¿verdad...? Tonterías de las ciencias de la salud mental, ¿no es cierto?

Es posible que usted, amable leyente, se pregunte cuántos recordamos aquel sonoro chasquido emocional de nuestro primer beso robado. Y me temo que serían multitud porque el ruido del sistema abduce las emociones. La gente que ante la posibilidad de verse se empequeñece en el silencio de su propio ruido son legión; gente amaestrada para declararse ciegos para mirarse; gente que, quizá, con suerte, se verán un par de veces por lustro, como máximo, y más asustados que admirados ante un inesperado espejo se saludarán a sí mismos con efusión:

–¡Caray, qué alegrón verte...! Verás, perdona, me suenas mucho muchísimo, pero..., ¿de qué nos conocemos?

Tal cual...

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