Parece una tontería

La guerra escrita

Dos soldados en la ciudad de Bajmut, en el este de Ucrania.

Dos soldados en la ciudad de Bajmut, en el este de Ucrania. / Reuters

Juan Tallón

Juan Tallón

Leer sobre la guerra supongo que es para los lectores una interesante introducción a la guerra… a distancia. Pero si no leyésemos antes y ahora sobre las guerras, aun lejos de los frentes de batalla, quizás habrían sido todas ellas más largas, su dolor todavía más inabarcable. Así que tenemos, seguramente, una deuda impagable con los periodistas y escritores que nos la cuentan desde «allí» para que nos hagamos una idea desde «aquí». Estos días volví a repasar Compañía K, de William March, para recordar hasta dónde empuja la literatura a un lector. Y me asusté otra vez.

March formó parte de una generación de escritores que participó en un conflicto, y qué conflicto, y cambió la forma de contarlo, de modo que nunca nadie estuvo, aun después, tan cerca de hacerlo con la crudeza y veracidad que se vive. Su libro sobre la I Guerra Mundial casi «es» la guerra. Dividida en 113 breves capítulos, o momentos, cada uno se vuelve un absoluto. Evocados siempre por un soldado diferente, su relato, o flash, captura la guerra entera, o su significado y alcance. De hecho, hay que entender por guerra los momentos previos a la partida, cuando la cabeza del soldado debe asumir la idea de la muerte probable y decir adiós; el período propiamente bélico, cuando mueren, o sobreviven matando al enemigo; y la posguerra, que es, en realidad, otro período encarnizado de lucha.

En infinidad de testimonios los soldados mueren fusilados, destripados por bayonetas, reventados por granadas, gaseados, ajusticiados por sus propios compañeros, y algunos se suicidan. La habilidad de March es tal que cuando el horror queda mejor insinuado es cuando nadie muere atrozmente. En el relato del soldado Wendell, un capitán le ordena escribir a los familiares más cercanos de cada uno de los fallecidos, y redacta cartas de condolencia. Concede a cada hombre una muerte gloriosa y romántica. Pero al cabo de treinta cartas, admite que «yo mismo me atragantaba con las mentiras que estaba contando». Y entonces decide escribir al menos una en la que luzca la verdad. «Estimada señora: Su hijo, Francis, falleció innecesariamente en el bosque de Belleau. Le interesará saber que en el momento de su muerte estaba plagado de bichos y debilitado por la diarrea. Tenía los pies hinchados y podridos y apestaba. Vivió como un animal asustado, pasando frío y hambre. Entonces, el 6 de junio, le alcanzó un pedazo de metralla y sufrió dolores horrorosos mientras agonizaba lentamente. Nadie hubiese creído que pudiera sobrevivir aquellas tres horas, pero así fue. Pasó tres horas enteras entre gritos y maldiciones. Verá, no tenía nada a lo que aferrarse: había aprendido hacía tiempo que lo que usted misma, su madre, que tanto lo quería, le había enseñado a creer mediante unos sustantivos tan inanes como horror, valentía y patriotismo era una enorme mentira…». Solo una pieza así, llena de lucidez y crueldad, se basta para dar a cualquier lector algo que nunca ha probado: un relato de realismo bélico sobre lo espantosa, absurda y estúpida que es la guerra.

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