Opinión | El ruido y la furia
Alquilar una mujer
Usar su cuerpo como recipiente de algún deseo que se paga con dinero es uno de los actos más miserables
Se alquila una cochera, porque no hay dónde dejar el coche en este barrio, que se ha puesto imposible. Se alquila un trastero para meter en él todo aquello que no usamos y que jamás vamos a usar pero que somos incapaces de aceptar que ya nunca más lo usaremos. Se alquila una habitación para unos días en una ciudad cualquiera para cualquier cosa, para pasearla y entenderla, o simplemente para buscar la calma de su sol y de sus aguas, o de su luz y sus museos, o de sus cafés y sus mercados. Se alquila un piso para los años de estudiante, para la primera vida independiente, en solitario, o para el primer nido de pareja, con una ventana orientada al futuro. Se alquila un palco en el teatro para la temporada lírica, algo que parece de otro tiempo pero que todavía marca una línea entre quienes pueden y quienes sueñan con una vida más regalada. Se alquilan unas hamacas en la playa para que los niños llenen de arena la colchoneta y haya que estar todo el día sacudiéndola y riñéndoles, divertido ante el trajín de rastrillos, cubos y palas, ante el ir y venir constante mientras tú tratas de entender el titular del periódico, el párrafo de la novela, antes de asumir que va a ser imposible. Se alquila un coche, por unos días, para explorar paisajes o para el desavío de una avería, de unos días de taller. Y poca cosa más.
Pero alquilar una mujer, para lo que sea, para su vientre o para su vida entera, para su mirada o su boca o su sangre, es una canallada. Alquilar una mujer, en una esquina para media hora sórdida en una sórdida pensión o en cualquier puticlub de carretera, o para nueve meses de gestación, usar su cuerpo como recipiente de algún deseo que se paga con dinero es, indudablemente, uno de los actos más miserables que se pueden cometer.
Conviene siempre preguntarse si todo lo que puede hacerse debe hacerse. Que la técnica permita que algo sea factible no conlleva, necesariamente, que tengamos que ponerlo en práctica, que sea ético hacerlo, que sea humano hacerlo. Alquilar un vientre, convertir a un mujer en un recipiente, en una caja que va a contener durante el tiempo necesario aquello que estamos pagando no deja de ser una manera de transformar a una mujer en una cosa, en algo que está ahí para ser usado por quien tenga el dinero suficiente para pagarlo. Y lo que emana de una cosa solo puede ser cosa también. Una cosa adquirida para saciar nuestro capricho de tener, en el más hondo sentido de posesión, aquello que podemos pagar con un poco de dinero.
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