Arenas movedizas

Ya es campechano

Felipe VI, a su llegada al aeropuerto de Santo Domingo, para la cumbre europea.

Felipe VI, a su llegada al aeropuerto de Santo Domingo, para la cumbre europea. / EFE

Jorge Fauró

Jorge Fauró

Hay un punto de inflexión para volverse campechano, un adjetivo que comienza a aparejarse a los grados más elevados de la nobleza española, básicamente a los reyes. Un conde o un marqués campechano puede ser un mindundi sin oficio ni beneficio, un tipo asociado a un título que lo mismo sale de caza el fin de semana que anda dando sablazos por el barrio de Salamanca. Un rey campechano es otra cosa.

El punto de inflexión de Juan Carlos I se produjo durante un viaje oficial por Navarra al probar los espárragos de la tierra y exclamar: "¡Están cojonudos"! Ese día, el rey que había traído la democracia a España, contuvo el 23-F y -que entonces se supiera- gozaba de la mácula infalible e intocable de las teresianas y las ursulinas, se volvió mortal cuando se saltó formalismos y protocolos. Mortal y campechano. Sencillo, próximo, alegre, cercano. Del pueblo. Luego dejó de serlo. Porque la corona se hereda, pero el campechanismo es un abolengo que no pasa de reyes a príncipes así como así y que puede perderse al menor descuido. Va más allá del linaje. La facilidad o dificultad con que un monarca se gana tal apelativo no está asociada a una trayectoria, sino a un gesto, o a una serie de ellos, como comerse un espárrago y apelar a la hipérbole testicular, o tocar la caja en Cádiz junto a ‘El Guille’.

El emérito perdió la campechanía el día que extravió la vergüenza y este desliz provocó que su hijo Felipe anduviera con tiento y más estirado que la cuerda de una guitarra. Tampoco ayudó su consorte, que no acumula premios a la simpatía y se dedica a lo que tiene que dedicarse, que es a ser reina. Los españoles nacidos después de la Expo del 92 y los Juegos de Barcelona apenas se sintieron súbditos del emérito durante un rato y ya no querían un rey campechano. Conformábanse con uno que fuera transparente ante Hacienda, cuando no renegaban abiertamente de las cosas de palacio. Un pueblo como el nuestro es capaz de perdonar las debilidades del catre, pero cuando se trata de que unos paguen y otros no, amárrense machos y caireles. El campechanismo se disipa igual que viene.

A Felipe le hacía falta un gesto para doctorarse en campechaneo. Lo de compartir mesa y mantel con la familia ante las cámaras de televisión no salió como esperaba Zarzuela. Rezumaba ‘fake’. Un rey no come sopa. La sopa de fideos no es asunto de reyes. Tampoco las fabes o las lentejas. Eso es cosa nuestra. Las legumbres eran y son el alimento del populacho, por eso los súbditos vivían más que los nobles, que se las daban de finos comiendo ciervo y codorniz en salmuera, glotoneaban en banquetes de Pantagruel, rey de los Dipsodas, y acababan con el ácido úrico disparado aquejados de gota.

Felipe VI acudió al Congreso de la Lengua Española celebrado en Cádiz y se unió a la ‘cajoneada’ de 64 percusionistas que trataban de homenajear el origen peruano del instrumento, que acabó trayéndose a España Paco de Lucía y hoy es inseparable del flamenco. Abrió paso Letizia, cuentan las crónicas, y le secundó el monarca, que tiene maneras de cajonero a juzgar por las imágenes. Y así, a golpe de caja, en mitad del jaleo y las palmas, en la ciudad que vio nacer en 1812 la primera Constitución del país que depositaba la soberanía en la nación y no en el rey, Su Majestad se acopló sobre el cajón y allá le echaran rumbas, cumbias, bachatas, zamacuecas y landó. Titulado en rey, doctorado en campechano.

La arrancada del monarca se ha interpretado de forma muy diferente en función del arco ideológico. Los más entusiastas han celebrado el gesto como la señal definitiva de que Felipe es uno de los nuestros. Los antimonárquicos lo han tomado con el habitual argumentario de descalificaciones y vivas a la República. Ninguna de las dos posiciones debe inquietarnos, pues en nada se diferencian a las del día anterior. Particularmente, me preocupan más las conclusiones de quienes llevan décadas observando hasta el último gesto de los inquilinos del Palacio de la Zarzuela, aquellos que saben del ‘tempo’ y de los puntos de inflexión de los reyes y reinas que en España han sido, quienes advierten no sin preocupación de las conversiones reales y avisan con conocimiento de causa de las consecuencias futuras: "Cuidado, se ha vuelto campechano".

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