TRIBUNA

Vergüenza ajena y desvergüenza propia

La verdad es que últimamente las celebraciones que preceden a los enlaces matrimoniales se han convertido en un fenómeno más próximo a la zoología que a la antropología

Myriam Z. Albéniz

Myriam Z. Albéniz

Ya desde el inicio de este artículo me apresuro a aclarar que en sus líneas no voy a hacer referencia a todas las despedidas de soltero o soltera, sino solamente a aquellas que, al menos a mí, me provocan vergüenza ajena y generan conflictos de convivencia ciudadana. Y es que el panorama, lejos de mejorar, está empeorando con el paso de los años. No dudo que las habrá sanas, divertidas y que no difieran demasiado de una velada común en la que los amigos del novio o de la novia luzcan, si acaso, la misma camiseta conmemorativa y se limiten a disfrutar de la ocasión sin rozar el poste del libertinaje. Pero otras, desde luego, no lo son. En un alarde de sinceridad, he de confesar que jamás he participado en ninguna de ellas, ni como futura esposa ni como invitada al posterior enlace, pues la mera posibilidad de tener que simular entusiasmo mientras un tipo al que no he visto en mi vida me sobe la entrepierna o me siente sobre él a horcajadas para alborozo colectivo me produce un rechazo descomunal. Por lo visto en estos tiempos que corren el romanticismo paga peaje y, en ese sentido, yo paso por taquilla con sumo gusto.

La verdad es que últimamente las celebraciones que preceden a los enlaces matrimoniales se han convertido en un fenómeno más próximo a la zoología que a la antropología y están desatando la oposición de sus numerosas víctimas. De hecho, cada vez son más los Ayuntamientos que aprueban normas y ordenanzas con miras a evitar los desmanes ejecutados por hordas de sujetos que, amparados en el loable motivo de la convocatoria, pierden el norte por completo, con la siempre inestimable colaboración del alcohol y las drogas. Cada vez mayor número de ediles, pertenecientes incluso a formaciones políticas consideradas progresistas, proponen mano dura y mayor intervención policial para minimizar las molestias de estas cuadrillas que, megáfono en mano, se emplean a fondo en destrozar los tímpanos del respetable cuando alcanzan la conmovedora fase de exaltación de la amistad.

Claro que, mientras algunos infelices se limitan a sufrir en sus propias carnes la correspondiente peste a vomitona y orín, a otros les embarga el subyugante perfume del negocio redondo y el dinero fresco. Porque, detrás de estas pérdidas de autocontrol en forma de borracheras y excesos de toda índole, se esconde un negocio sumamente rentable para las empresas que se dedican a organizar estos encuentros erótico festivos que, lejos de beneficiar a las ciudades donde tienen lugar, perjudican su imagen y, peor aún, conculcan el prioritario derecho de sus vecinos al descanso y a la tranquilidad.

Constituye un requisito imprescindible que se trate de enclaves distanciados geográficamente del domicilio de los participantes del festejo, que de ese modo podrán desfilar con sus chabacanos disfraces, penes gigantes, muñecas hinchables y demás complementos presuntamente divertidos sin el riesgo de ser descubiertos por sus más allegados. Este despliegue de ofertas cada vez más sofisticado incluye, además del alojamiento, la cena, la barra libre, el toro mecánico, el tuppersex y el inevitable espectáculo del boy o la stripper de turno por un módico precio que oscila entre los 100 y los 200 euros por cabeza.

Ciertamente, sobre gustos no hay nada escrito. Será por eso que, donde algunos ven inocente diversión y saludable desparrame, otros sólo percibimos ordinariez, vulgaridad y falta de respeto, en especial hacia el hombre o la mujer que a los pocos días se convertirá en compañero de vida. Asimismo, no deja de resultarme chocante la argumentación que esgrimen los adalides de estas rentables iniciativas cuando pretenden que sean las propias autoridades municipales las que provean de dispositivos de seguridad y de servicios sanitarios a estas cíclicas concentraciones de fin de semana. No sabía yo que abandonar la soltería fuera equiparable a un partido de fútbol de alto riesgo, pero va a ser que sí. Es el mundo al revés.

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