El contrapunto

El Hotel de l’Europe, la joya de Ámsterdam

El hotel de l'Europe

El hotel de l'Europe

Rafael de la Fuente

Rafael de la Fuente

Ha pasado ya bastante tiempo desde el día en que cayó en mis manos una antigua guía Baedeker’s de Bélgica, Holanda y el Gran Ducado de Luxemburgo. Impresa en el año 1900, aquel ejemplar de la que fuera la decana de las grandes guías turísticas que ennoblecieron la historia del turismo, nunca dejó de fascinarme. Ya entonces ésta era ya una publicación muy consultada y por supuesto muy respetada. La deposité, hace ya muchos años, en mi modesta biblioteca, junto a otras hermanas suyas que el gran Karl Baedeker había ido publicando en Leipzig. Entre ellas, había no pocos tesoros. Como la venerable guía que el legendario editor publicó en 1895, en plena Belle Époque, para ayudar a aquellos intrépidos viajeros que se disponían entonces a explorar los tesoros del Bajo Egipto y de la península del Sinaí.

Cuando me llegó el momento de poner en orden mis recuerdos sobre el que siempre fue mi hotel holandés favorito, el Hotel de l’Europe, en la ciudad de Ámsterdam, mi primera parada fue en aquella Baedeker’s de principios del siglo pasado. Necesitaba saber lo que la augusta guía tenía entonces que decir de aquel hotel maravilloso, al que le resbalaban todos los adjetivos y todas las diferentes formas de admiración. Varado entre las aguas del Amstel y del Rokin, dos de los canales que dan magia al centro de la ciudad. Efectivamente, las amarillentas y aromáticas páginas de la vieja guía me confirmaban ahora que hace bastante más de un siglo el hotel, con el mismo nombre que en la actualidad, el Hotel de l’Europe, ya estaba abierto para sus afortunados huéspedes. En el número 2 de la gloriosa Doelenstraat. El célebre arquitecto W. Hamer había hecho posible en 1895 un bello edificio renacentista, muy respetuoso con las mejores tradiciones de la arquitectura local. Su uso de la piedra blanca y el ladrillo en la fachada, enmarcando los balcones y las ventanas en gablete, fue un acierto importante.

La guía, como no podía ser menos, daba una información muy minuciosa, sobre los precios en Florines de las confortables habitaciones del hotel o de las comidas que se servían en su excelente restaurante. Además de otras informaciones útiles, como los horarios de los trenes que enlazaban a Ámsterdam con la Europa central, o los vapores que zarpaban del puerto de la ciudad, o las posibilidades de alquilar un confortable coche de caballos o los desplazamientos por el centro de Ámsterdam, en confortables tranvías; de tracción animal, por supuesto.

Aunque en honor a la verdad, fue otra guía más moderna, la que llevaba el nombre del americano Temple Fielding, la que literalmente me empujó a alojarme en los comienzos de los años setenta en aquel legendario Hotel. Al que mi mujer y yo llevaremos siempre en el corazón. En aquella época las guías del gran Temple Fielding se habían convertido en una especie de biblia sagrada para los viajeros de habla inglesa de hace bastante más de medio siglo.

Utilizaba el maestro Fielding en sus textos una original y desenfadada mezcla de lenguaje coloquial junto a un contenido de datos muy bien contrastados. Sazonados con dosis masivas de erudición turística y sentido del humor. Y con un instinto infalible para salirse del camino trillado. Con el punto de mira siempre puesto en hoteles excepcionales. Que al final se convertían en objetos adorados por sus méritos como auténticas piezas para ávidos coleccionistas. Y su entusiasmo me convenció, al describir el Hotel de l’Europe como una compleja y valiosa joya para conocedores. En realidad, algo mucho más importante que un buen hotel. Y allí me esperaba. Majestuoso y sereno en su navegación a través del tiempo, rodeado por aquellas fascinantes calzadas acuáticas de la ciudad holandesa, en una de las encrucijadas más fascinantes de Amsterdam. Dominada por la bellísima Torre de la Moneda.

Tenía razón Fielding. La entrada del hotel no intentaba abrumar a sus futuros huéspedes con su grandeza. Al contrario. En realidad era más bien modesta. ¡Buena señal! La primera vez que me alojé allí, llegué en taxi. Con un auriga oriental que no hablaba ninguno de mis amados idiomas. Pero que sin duda sentía un profundo respeto por aquel hotel. Hasta el día de hoy sentí que lo apropiado hubiera sido llegar en un “Pferdedroschke”. Un coche de caballos, como los que aconsejaba la centenaria guía germana del maestro Baedeker. El entorno del hotel y el hermoso edificio que lo albergaba, representaban un tiempo y un espacio atemporal, cristalizado como un símbolo de una cultura admirable por su sabiduría y sus virtudes cívicas. Y confirmó que es verdad que hay hoteles que están tan enraizados en el alma de una ciudad que sencillamente son impensables en otro lugar del planeta.

Durante mucho tiempo mis actividades profesionales me obligaban gratamente a viajar a Ámsterdam dos o tres veces al año. Concha, mi esposa, me acompañó en alguna ocasión. Jamás olvidaremos aquellas visitas al augusto restaurante de aquella casa que solo sabía ser amable, civilizada y sobre todo, perfecta. En cada visita, la línea ascendente del “Excelsior” como un restaurante simplemente glorioso llegó a ser prodigiosa. Lo único inalterable eran las bellísimas vistas sobre el canal y la Torre de la Moneda. El trabajo de los profesionales de aquella cocina legendaria, gloria de la Alliance Gastronomique Néerlandaise”, se realizaba en realidad con la línea de flotación de las aguas del canal coincidiendo con la cintura de aquellos maestros. Por todo ello, siempre deseé la todo lo mejor a un gran hotel que solo podía ser una creación sin complejos del genio fecundo de Europa. Y que abrió sus puertas a su propio mundo el 23 de septiembre de 1896. Nada más y nada menos.

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