LA SUERTE DE BESAR

Ser hija

Nunca se deja de ser hija. Es una condición que nos acompaña toda la vida. Mi abuela, a pesar de haber olvidado mi nombre o de no recordar el número exacto de hijos

Una madre abraza a su hija.

Una madre abraza a su hija. / Shutterstock

Mercè Marrero Fuster

Mercè Marrero Fuster

Esta semana, mi padre habría cumplido 78 años. Murió hace dos años y medio y, durante este tiempo, he reflexionado sobre aspectos relacionados con la naturaleza filial. No es que me haya sentado en mi rincón de pensar a meditar sobre el asunto, es que, simplemente, soy más consciente de ello. Será la edad, será el aniversario, será porque ahora estoy en el otro lado del ruedo y soy madre o qué será será.

Nunca se deja de ser hija. Es una condición que nos acompaña toda la vida. Mi abuela, a pesar de haber olvidado mi nombre o de no recordar el número exacto de hijos, nombraba a su madre cada día y lo hizo hasta el final. Hasta los 94 años.

Creo que siempre nos identificamos más con un progenitor que con otro. No quiere decir que queramos más a uno que a otro, o puede que sí. Es que con uno de los dos tenemos mayor conexión y afinidad. Todavía no he cortado el cordón umbilical con mi madre, aunque ¿por qué debería hacerlo? A lo mejor porque tengo 50 tacos, pero dejaremos el psicoanálisis para otros foros.

Algunos padres (y madres) proyectan sus expectativas sobre sus hijos (e hijas). Desean que sean de una forma determinada o que lleven una vida según sus criterios. La proyección puede llegar a ser tan extrema que los hijos acaban invirtiendo horas en un diván de un terapeuta para tratar de gestionar la sensación de decepción. Como madre, desearía ser capaz de transmitir incondicionalidad.

Los hijos, también, podemos ser duros con nuestros progenitores, incluso déspotas. Somos exigentes, les queremos en exclusiva y les juzgamos con vehemencia por mil cosas. Por su forma de gestionar la vida en pareja, su manera de vestir, de atender a nuestras necesidades o de opinar sobre nuestros amigos. Cuesta recordar que son solo personas unos años mayores que nosotros y que, como el resto del mundo, hacen lo que pueden. La coherencia, perfección, sosiego o ecuanimidad son atributos de los superhéroes y, aunque creemos que ellos lo son, la realidad es otra.

Hay cosas de mi padre que viven en mí. Una mañana le reconocí en mi forma de caminar. A veces le descubro en el rictus de mi boca, en el tamaño de la nariz o en mi hipersensibilidad dermatológica. Es curioso distinguir parte de su genética en mi cuerpo. Hay días que se me olvida que él ya no está y, durante una fracción de segundos, pienso que me llamará para comentarme alguna cosa. Esta sensación también aparece alguna noche, cuando me despierto por cualquier motivo y pienso en él. La muerte de un padre deja un vacío grande y oscuro allí donde antes había una pieza que equilibraba el tablero. Esas noches siento que jamás seré capaz de borrar su número de teléfono de mi móvil. Y no es porque no lo haya superado o porque no pueda continuar con mi vida, es porque no quiero que desaparezca del todo.

La mejor sensación en mi condición de hija fue tan sencilla que resulta ridícula. Sentir que estaba satisfecho, orgulloso y que le hacía reír. Un día dije algo y, desde la lejanía, le vi sonreírme y levantarme un pulgar. Todavía lo recuerdo. Felicidades, estés donde estés.

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